lunes, 9 de marzo de 2020

Sin testigos

La Policía llegó como cada noche, y como cada noche, se dirigieron al lugar donde pernoctaba el grupo de indigentes. Ocultos en las sombras los desdichados hombres conocían la rutina: los cuarto oficiales los golpearían, les arrojarían al suelo la poca comida que hubieran logrado conseguir a lo largo del día, después entre risas y burlas los orinarían.
Los cuatro ya habían perdido totalmente el sentido de la moral, era casi un deber para ellos maltratar a esos despojos que afeaban su decadente ciudad, para ellos era un derecho adquirido por pertenecer a tal noble institución como lo era el Cuerpo de Carabineros.
Ya no se molestaban en revisar si alguien más los observaba, si algún distraído transeúnte pasaba de forma casual, ya no inventaban alguna excusa para tales salidas nocturnas o desvíos en sus rutas de patrulla, ya no se molestaban en advertir al quinto de ellos, el que esperaba en el vehículo oficial y que se negaba a participar, que debía guardar silencio y no denunciarlos. Lo habían obligado a presenciar más de un acto de barbarie, lo habían vuelto un espectador, un abusador pasivo, un cómplice, y tristemente el novato sabía que su versión no calaría en los oídos de los oficiales superiores. Decidió no abrir la boca y tampoco participar.

Con las herramientas otorgadas por estado, uno de ellos propició el primero de los golpes, ésta vez el bulto humano que figuraba encapullado no emitió ruido, el hombre golpeó otra vez esperando conseguir un gemido de dolor que acusara recibo, pero no lo hubo.
Las miradas de los cuatro oficiales se cruzaron rápidamente.

—Quizá murió de hambre —dijo el hombre con la porra en la mano, en tono divertido.
—Eso no nos conviene —intervino otro.
—A quien le importan esos tipos, nadie los quiere, ¡son basura!, están aquí por algo.
—Y ¿Porque sería?
—¡Por que son basura!, porque nadie los quiere.
—Muy brillante realmente.
Ambos guardaron silencio.
—Todos están cubiertos —dijo el tercero mientras con su linterna, buscaba un rostro entre las camas improvisadas.
—Y hay muy pocos. ¿Ayer cuántos eran?
—Maldita escoria —dijo el primero en un murmullo—, éste huele a mierda.
El de la linterna iluminó aquel cuerpo que figuraba quieto, cubierto y sin emitir sonido, frente al oficial que le había golpeado dos veces sin respuesta.
—Revisalo —ordenó el segundo.
El agresor lo hizo.
—Deberíamos dejar todo y volver —dijo el cuarto que hasta entonces había guardado silencio—, ésto no me gusta un pelo.
El cuarto y el de la linterna se voltearon y miraron al segundo, que según parecía, era quien indicaba las órdenes, la luz de la linterna le impacto en el rostro.
—¡Quita esa puta mierda de mi car
Un grito de dolor le impidio terminar la frase, el primero de ellos yacía tendido en el suelo, sus manos cubrían su rostro mientras se revolcaba en el suelo, un fuerte siseo y un olor a carne chamuscada inundaron rápidamente el lugar, los otros tres atónitos sin entender que pasaba se miraron perplejos, el de la linterna iluminó el bulto del suelo pero sólo vio una humeante jeringa vacía, el ocupante de aquel capullo se había esfumado como un fantasma, todos giraron en redondo mientras el herido aún bramaba de dolor y rabia lanzando improperios y juramentos al aire.
De las camas capullo restantes emergieron tres hombres a una velocidad endemoniada, uno de ellos golpeó fuertemente al de la linterna en la rodilla con un tubo de metal, al crujir de la articulación lo acompañó un grito ahogado de dolor. La luz figuraba en el suelo junto con su portador, sus compañeros pudieron ver el terror el los ojos de aquel desdichado y golpeado hombre.
Uno a uno fueron cayendo, los gritos de los oficiales sólo duraron unos segundos hasta que cada uno cayó en la inconsciencia. Los golpes continuaron unos minutos más, primero sólo se oía el metal contra los carne, luego fue contra el hueso.
Alejado unos metros de ahí, escondido en las sombras, el novato había presenciado todo, estaba magullado y golpeado, con una mordaza en la boca y ambas extremidades atadas. Lo habían traído maniatado desde el auto oficial donde solía esperar, para que hiciera lo que mejor sabía hacer, mirar y callar.
Cuando hubieron acabado con los cuatro, sumaron al novato al grupo, y de un fuerte mazazo, le rompieron la mandíbula.
Aquello no era un acto de barbarie sin más, era una declaración política, era un escarmiento para que Estado tuviera más cuidado con el largo de la correa de sus perros.
Horas más tarde, cuando el sol iba ganando metros y la noche ya menguaba, cinco cuerpos fueron encontrados frente al Palacio de Gobierno, inertes cuerpos pálidos con sus cabezas reventadas y parte de sus cráneos expuestos, sus ojos habían sido removidos de sus cuencas, habían sido golpeados hasta que todo rastro de vida había abandonomado sus débiles cuerpos, la mano derecha de cada uno había sido cortada a golpes que proyectaban gran furia, desnudos, castrados, rígidos y amoratados, yacían en el suelo de una somnolienta cuidad.
Mientras la prensa tradicional, los medios digitales y la prensa sensacionalista a primera hora difundian la noticia con sumo cuidado de no herir las sensibilidades ajenas, el general de Carabineros se apersonaba en el edificio estatal para confiscar las cintas de las cámaras de vigilancia de los parques de alrededor y del frontis de la Moneda, su rostro de tiñó de rabia cuando se dio cuenta que dichas cintas habían sido robadas de ambos edificios donde estaban contenidas, y en su lugar, sólo encontró un amarillento papel con la consigna «La revolución ha empezado».

Actos del mismo calibre habían sido replicados la misma noche, donde cientos de oficiales encontraron la muerte como compensación por sus actos de abuso, donde los cómplices fueron igualmente ejecutados como castigo por su silencio.
Aquella noche fue la primera más no la única, fue la que dio inicio al caos y el descontrol, la que sumió a la fuerza policial y al Estado mismo en el terror, la que finalmente sería conocida como «La noche de los ejecutados».