martes, 26 de julio de 2022

Perdidos (primera parte)

Habíamos caminado sin parar durante dos días enteros. Debíamos de seguir, tratar de avanzar lo máximo posible para llegar a la frontera. No importaba el frío nocturno, el calor abrasivo, la sed, el hambre, o que nuestras botas se estuvieran haciendo pedazos porque no estaban fabricadas para aquel terreno inclemente. Seguramente Claude, el maldito calvo de contabilidad se habrá anotado una estrella cuando le enseñó el presupuesto al capitán Harrison. Al parecer los pies de un soldado no valen tanto. Nuestro pelotón había sido arrasado en el lecho del río que estaba a las afueras de Fallford. Nos acercamos a reabastecernos de agua y fuimos emboscados, nos rodearon. Nuestras botellas estaban casi tan secas como nosotros, solo nos bastó ver el agua para lanzarnos como un pequeño y sediento Ñu a un estanque en África.
Fuimos unos tontos. Parecíamos novatos recién salidos de la escuela de oficiales. Nos estaban esperando como un maldito cocodrilo espera a su presa.
Salieron desde el agua, los costados y por atrás.
Linch, el pelirrojo más sacado que haya conocido en mi vida, un chico pequeño y tan blanco como la leche, tomó el RPG y nos abrió una brecha por donde pudimos huir.
Lo vi correr entre las balas que cortaban el aire, el agua estallaba en miles de prismas que se iban haciendo cada vez más pequeños, el barro salpicaba todo lo que tocaba, tiñiendo a mis amigos con su color a mierda, marcando a los que iban a morir.
Todos íbamos a morir.
Sucedía en cámara lenta, Linch, rápido como un maldito ratón de laboratorio, se puso bajo Ramírez que le sirvió de escudo, nosotros hicimos lo mismo a su vez, nuestros compañeros ofrecieron un último sacrificio una vez que sus almas habían abandonado sus cuerpos. Él tomó el lanza cohetes, lo preparó con una velocidad endemoniada y sin dudarlo ni un segundo, lo disparó justo frente a nosotros.
El ariete de metal se impulsó con un sonido estridente. Inició un viaje frenético que sólo duró escasos segundos. Aún podíamos ver la estela de humo que había dejado flotando en el aire, aún podíamos sentir el sabor de la pólvora, el barro y la sangre en la boca cuando aquel viajero metálico estalló.
Cinco, quizá seis cuerpos volaron por los aires mientras se iban desmembrando conforme más se alejaban del punto inicial de la explosión. Luego de un momento todo quedó en silencio, un silencio tan vasto que parecía que nos aplastaba. Los enemigos que rodeaban la zona del impacto quedaron aturdidos, incapacitados por unos preciosos segundos.
Esa era nuestra salida.
La tierra y el barro cayó como lluvia y el ruido retomó su rutina enfermiza y febril.
Pero había una brecha. Matt, Santiago y yo nos miramos para estudiar la condición en que se encontraba el otro. Todos parecíamos enteros, algo magullados pero de una sola pieza. Si pensábamos escapar por la abertura que nos dejó Linch, no podíamos cargar con heridos o muertos por mucho tiempo. Iba contra el código pero cuando te cae plomo desde el cielo, los códigos y la moral se pueden ir un rato a la mierda.
Luego de convenir que los tres podíamos correr, nos pusimos en pie y nos dimos a la tarea. Nuestros antiguos compañeros ahora ya muertos, nos sirvieron de escudo. Incluido Linch, que yacía muerto a escasos metros de donde yo estaba. Aún tenía el tubo metálico en sus manos, aún se podía ver un hilo de humo ascender desde él. Pensé en su alma, que ojalá hubiera podido ascender de la misma manera. ¿Si entregas tu vida por otros se supone que llegas al cielo?, ¿Verdad?. Ojalá el bastardo se haya ganado un sitio para él en el paraíso.
Amartillamos nuestras armas y mientras avanzamos liquidamos a algunos de esos malditos mientras aún estaban aturdidos tirados por ahí. Luego cada uno tomó un cadáver y con gran esfuerzo lo cargamos en la espalda para que nos sirviera de protección. 
Mientras caminamos podíamos sentir algunos impactos de bala golpearnos por detrás.
La muerte nos perseguía, sentíamos su presencia en todos lados, nos respiraba en la nuca. Nuestras piernas ardían como el fuego del infierno que nos esperaba si dejábamos de correr. Los muslos casi dispuestos a reventar y las pantorrillas tres cuartas partes más de lo mismo. Fue un esfuerzo agotador.
Varios metros más adelante los impactos fueron cesando hasta que al final salimos de su línea de tiro. Seguimos andando unos metros más con nuestros escudos humanos a cuestas. Tenía la sensación que en cuanto lo desechara, yo caería muerto de súbito. Que algún francotirador estaría esperando el momento justo para volarnos la tapa de los sesos. Ya habíamos demostrado ser unos idiotas cuando llegamos al río así que cabía la posibilidad.
Supongo que tampoco valíamos una bala.
Estábamos vivos.
Logramos salir de allí con lo puesto. Sin agua. Sin comida. Sin pelotón y casi sin munición.
Solo podíamos caminar.
Pensé que habíamos tenido suerte ya que nuestros atacantes decidieron no seguirnos. Dos días después descubrimos porque.
La caminata nocturna se hizo en silencio, pareciera que nadie quería romper aquel hechizo que brindaba, era como si para nosotros, mientras no habláramos de lo sucedido, era como si no hubiera ocurrido nada. Pero si lo hizo, si pasó. De un grupo de doce solo quedábamos tres. Ni siquiera los tres más brillantes, solo los tres que la ironía quiso dejar con vida, no para cumplir algún plan especial ó algún designio divino, si no solo porque era muy divertido de alguna forma retorcida y morbosa.
Unas horas más tarde llegó el sol y el calor infernal que caracterizaba la zona, un yermo carente de vida animal y con una escasa vida vegetal. Un maldito desierto rocoso.
Seguimos andando todo el día, tomando breves descansos bajo alguna sombra caritativa que encontrábamos al paso.
Luego vino la noche. Y luego el día.
Cuando ya empezaba el atardecer del segundo día me empecé a preguntar si de verdad estábamos andando en la dirección correcta. Baeza era el de los mapas y estaba muerto. De echo solo empezamos a caminar por donde pudimos y el línea recta. ¿Dirección correcta hacia donde?
Me detuve un segundo para mirar donde estábamos con más calma. Estaba claro que nadie nos estaba siguiendo y ya era hora de trazar un plan. Había que dejar atrás aquel desafortunado incidente, superar el trauma y reponerse de una maldita vez.
Me giré para hablar con mis compañeros que estaban más atrás. Intentar abrir la boca fue toda una azaña, se sentía como una tumba egipcia que estuvo enterrada milenios, los labios resecos tenían llagas que los atravesaban de arriba a abajo, labios blancos enmarcados por unos surcos rojos color sangre seca y tierra.

—¿Alguna idea?— pregunté.
Estaba claro que yo no era el líder, ni si quiera sabía quién de los tres tenía algún rango superior al otro.
Santiago levantó la cabeza y apuntó hacia alguna dirección. Cuando noté hacia donde señalaba su dedo el corazón se me aceleró. De golpe sentí el calor en la nuca y me zumbaron los oídos, tragué la escasa saliba que podía generar, una mezcla viscosa y amarga. Por un segundo pensé que podría ser un espejismo, que mi mente me estaría jugando trucos provocados por la falta de agua y comida, me presioné los ojos con fuerza intentando aclarar la vista. Aún seguía ahí. Los demás también lo veían.
Sentí algo de alivio. Era la primera vez en semanas que me sentía aliviado por algo.
Asomado tras un pequeño monte se podía distinguir una construcción. No era un edificio muy alto, seguramente tenía apenas tres pisos, hecho con tabiques de piedra y pegados con adobe. Era una mierda pero tenía un significado aún mayor y esperanzador. Edificios, casas, gente, comida. Agua.
Incluso pensé hasta en una buena vagina, unas tetas generosas de alguna mujer rolliza pero eso ya era pedir demasiado.
Enfilamos en dirección a aquel descubrimiento prometedor.
Aún teníamos unas cuantas horas de sol y debíamos de aprovecharlas bien.
El ánimo del equipo se vio algo elevado por el reciente cambio de nuestra situación. El paso se volvió algo más animado. Las desventuras pasajeras podían haber llegado a su fin.
Rodeamos el perímetro cubriendo los flancos y esperando no tener que matar a algún campesino que pensara que valía la pena defender ese pedazo de tierra.
No había nadie.
El lugar no era muy grande, estaba el edificio que habíamos visto monte abajo, media docena de casas viejas y roñosas dispuestas una frente a la otra, hechas en piedra y con techos de paja. Al centro de todo, un pozo que surtía a todo el pueblo de agua, un poco más alejado había tres plantaciones que parecía que nadie habría regado en días y, más allá, un pequeño corral sin ningún animal a la vista.
Nos separamos en tres direcciones tratando de peinar la zona para evitar sufrir otra emboscada. Estaba desierto, era como un maldito pueblo fantasma. Al interior de las casas no se percibía movimiento alguno, y en el exterior todo era inquietantemente extraño. ¿Donde estaba la gente?.
De pronto un extraño presentimiento me invadió, mi intuición me decía que tal vez no deberíamos estar en aquel lugar. 
Intercambiamos miradas entre los tres y me di cuenta que mis acompañantes compartían la misma sensación.
No había nada, ni personas ni animales, nada.
Matt, lento y cauto se dirigió a mirar los cultivos; habían zanahorias y papas, los que parecían que llevaban varios días, quizá semanas sin recibir ni una sola gota de agua, a pesar de eso algunas zanahorias aún eran comestibles y tampoco estábamos en posición de ser muy exigentes. Devoramos verduras y tubérculos con extrema animalidad, metíamos uno tras otro, con apenas una leve pausa como para no morir atragantados. Nos urgía beber algo.
Santiago fue al pozo y notó un débil reflejo en su fondo. Unos minutos más tarde el vital líquido emergía de las entrañas de la tierra, con su gracioso vaivén que nos tenía hipnotizados. Íbamos a sobrevivir.
Una vez calmado el estómago de agua y comida decidimos que nos merecíamos un descanso. El Sol menguaba y pronto sería de noche. Nadie parecía que volvería a aquel pueblo perdido de la mano de Dios. Entramos a la casa más próxima al pozo y al huerto, con algo de cuidado pero tampoco muy excesivo.
Llevábamos horas en el lugar y si alguien estaba preocupado por sus alimentos, no hizo nada para impedir que unos extraños los comieran. Claramente a nadie le importaba que saquearamos aquel lugar.
La puerta estaba cerrada pero Santiago de un fuerte golpe con la culata de su arma destrozó el bloqueo en un segundo. La puerta se sacudió violentamente hacía atrás y luego de un rebote, volvió hacía adelante.
Al irrumpir en la casa un fuerte hedor me crispó los cabellos de la nuca, un escalofrío me sacudió. El lugar olía a muerte. Estaba oscuro y no podíamos distinguir bien. Maldije mi idiotez por no haber revisado la estancia cuando aún había luz de día. Que imbécil. Otra vez.
Imágenes retorcidas se asomaban entre la oscuridad, quizá manos, quizá cabezas, quizá nada.
Una humedad podrida flotaba por todos lados como una bruma proviniente del infierno, cubriendolo todo. Mi mandíbula se tensó igual que mi espalda.
Instintivamente los tres levantamos nuestras armas y escudriñamos la habitación de extremo a extremo. Debíamos dejar de cometer errores o no saldríamos vivos de ese pueblo.
Casi parece que merecíamos morir y solo estábamos jugando con nuestra suerte para aguantar al menos una noche más.
Cuando al fin nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad las figuras se volvieron más definidas. Algo muerto había ahí, eso estaba claro, solo debíamos encontrarlo.
La madera vieja se retorcía bajo nuestros pies con cada paso.
Seguimos nuestro olfato hacia donde el olor se hacía más fuerte. Pasamos un pequeño umbral que dividía el recibidor de la habitación conjunta, un espacio pequeño de no más de dos metros cuadrados, un dormitorio.
Habían tres cuerpos en descomposición sobre una cama.
Con gran esfuerzo me pude controlar y así mantener lo poco que había ingerido dentro del estómago, no fue fácil ya que tenía todo revuelto.
Eramos soldados, estábamos entrenados, eramos fríos e implacables, habíamos visto cuerpos mutilados y desmembrados, cadáveres por el suelo y hasta hace poco, habiamos cargado unos muertos a nuestras espaldas para mantenernos con vida. Ésto era diferente.
Era una pareja y un niño. Por la forma en que estaban recostados habían esperado la muerte tranquilamente. Un rifle antiguo y oxidado estaba cerca del que parecía ser el hombre de la casa.
Aparentemente habían muerto de hambre.
¿Cuanto tarda un cuerpo en morir de hambre?
¿Tres, quizá cuatro semanas?
¿Había algo en la comida?,¿En el agua?
Ninguno de nosotros parecía enfermo pero solo habían pasado unas horas.
¿Que mierda estaba pasando?
¿¡Como era posible que murieran de hambre si allí afuera había comida y agua?!
«Afuera»
La palabra quedó flotando en mi cabeza como una burbuja de jabón.
Vi el horror en los ojos de Santiago, el pequeño moreno de ojos café me miraba inquieto, como un ciervo asustado que mira a un cazador que le apunta en la cabeza con un arma, quería respuestas.
—¿Y las demás casas estarán igual? —preguntó Matt.
Santiago sin pensarlo dos veces salió hecho un bólido de la habitación en dirección afuera, nosotros lo seguimos tan rápido como pudimos pero el chico era veloz. Llegó a la siguiente casa e igual que la primera, con un golpe de su arma abrió la puerta. El estruendo rompió el silencio y la paz, astillas de madera surcaron el aire y algunas se clavaron en sus dedos. Unas gotas de sangre brotaron y quedaron en el umbral de la puerta. El mismo hedor surgía desde su interior. La misma podredumbre. La muerte.
Pasó a la siguiente. 
Y la siguiente.
Estaba oscuro y Santiago seguía en su tarea de profanar los hogares de aquel pueblo olvidado. Lo seguí como pude mientras iba de casa en casa, una a una cada puerta fue abierta. Lágrimas brotaban de sus ojos y sangre escurría por sus dedos con cada golpe que daba a la madera.
—¡¿Que mierda está pasando Riggs!? —me preguntó el muchacho.
—No lo sé Santiago. No lo sé.
Se dejó caer sobre sus rodillas y comenzó a llorar.
No podía entender que era lo que lo había alterado tanto; Que aparentemente todos en aquel pueblo demente se habían encerrado esperando morir de hambre, incluido mujeres y niños. O tal vez la desolación de la desesperanza. La incertidumbre sobre nuestra sobrevivencia o tal vez era toda esa mierda junta.
«Afuera»
La palabra seguía flotando en mi cabeza.
¿Que pudo haber afuera que les obligara a quedarse adentro?, ¿El arma era para defenderse?, ¿De qué?, ¿Que era tan aterrador afuera que era mejor opción morir aquí?
—Será mejor que entremos —Les dije.
—¿Matt? —dijo Santiago entre sollozos.
Sentí un puntazo en la columna.
—¡¿Matt!? —gritamos ambos a coro, no hubo respuesta.
Santiago insistió una vez más mientras le volvían las lágrimas.
No hubo caso. Era como si la noche se lo hubiera tragado. Mientras miraba el vacío a través de la puerta, sentí que algo o alguien me estaba observando. Sentí miedo. Santiago estaba llorando como un niño junto a mi y Matt había desaparecido.