lunes, 5 de septiembre de 2022

Clara

Clara dormía profundamente, tanto como media botella de tequila lo podía permitir.
La sábana apenas podía cubrir la mitad de su cuerpo desnudo. Inclinada hacia la derecha, las manos juntas y los ojos cerrados, dotaba la escena de un aire como eclesiástico, como una virgen rezando o algo por el estilo.
Uno de sus senos asomaba de forma cautivadora, sus cabellos rojizos se deslizaban hasta posarse sobre sus hombros y la espalda. La pierna derecha, levemente ladeada por sobre la otra, cubriendo su sexo de la vista, insinuando su lozana cadera, sus turgentes muslos y la redondez de sus nalgas.
Él, de pie junto a la cama, desnudo como ella, la devoraba con la mirada. Debía de actuar rápido y en silencio, ella no debía despertar y así arruinar la sorpresa. La recorrió con la vista una vez más, su pene empezó a hincharse y a ponerse erecto. Refrenó el deseo de tocarla, de sentir su piel, su calor. Debía esperar.
Con agilidad felina se dirigió a la cómoda y empezó a buscar alguna botella que guardara algún lubricante, o algún similar que pudiera servir. Levantó algunas botellas y las asomó a la poca luz que entraba por la ventana semi abierta, la botella de la tapa azul debía bastar. El tiempo se agotaba y el hombre decidió arriesgarse.
Muy lentamente apoyó el peso de su cuerpo en el borde de la cama, se inclinó levemente hacia adelante y extendió su brazo izquierdo junto a la cabeza de ella. Buscaba su cuello. O su boca. Aún no había decidido.
Con la otra mano y en un total equilibrio, retiró la sábana que la cubría, dejando su cuerpo al descubierto. Vertió el contenido de aquel bálsamo de tapa azul. Ella sintió una leve incomodidad pero el tibio líquido no fue suficiente para despertarla. Aún.
Cuando se preparaba para introducir su pene, el sonido de la chapa de la puerta lo alertó. Se suponía que no debía de haber nadie en las habitaciones, las clases habían terminado y solamente algunas alumnas no habían viajado a ver a sus familias por las fiestas, Clara era una de ellas, se había asegurado de ello, y era la única en este piso. No le dio tiempo a reaccionar.
El grito de la recién llegada despertó a Clara de súbito.
Al abrir sus ojos vio un rostro extraño y a la vez familiar. 
Tardó unos segundos en comprender que sucedía. Miró a su amiga, quien seguía atónita en la puerta, miró a Don Jaime, quien yacía desnudo y sobre ella, con su pene hinchado a escasos milímetros de su vagina.
Ambas miradas se cruzaron, ambos corazones se aceleraron pero por razones muy distintas. Ella le sostuvo la mirada unos segundos hasta que por fin lo entendió.
Su semblante poco a poco se fue ensombreciendo, sus ojos parecían hundirse en su rostro ahora pálido.
Él, al ver los ojos de terror en la chica sintió aún más excitación, tan incontrolable que al instante le eyaculó encima.
Ella presa del miedo y el asco no reaccionó.
Él, excitado y extasiado de placer tampoco.
Fue la amiga quien de un golpe derribó al intruso con unos libros de matemáticas que encontró en el mueble cerca de la puerta.
Clara comenzó a gritar.
El intruso se levantó del suelo mientras se tocaba la cabeza.
Giró su cuerpo hacia a la ventana y saltó al exterior.
En el pánico del momento, aquel perturbado hombre olvidó que se encontraba en un cuarto piso y que había entrado por la puerta con su llave de conserje. Aveces olvidaba cosas; como que era un viejo pervertido, no un joven estudiante, olvidaba que aquellas chicas eran mucho menores que él, y que no estaban interesadas. También olvidaba las advertencias del rector sobre "molestar" a las estudiantes. Verlas caminar por el campus, tan joviales, tan ligeras, tan llenas de vida lo hacían sentir joven otra vez. Quería ser joven otra vez.
La caída fue rápida.
Un segundo estaba en el aire y al siguiente estaba estampado contra el concreto, con su cráneo reventado liberando borbotones de sangre ennegrecida por la oscuridad.
Clara pasó el siguiente semestre con su familia, el rector le concedió una beca completa para cuando estuviera lista a volver luego de presenciar el suicidio del conserje.
La amiga no contó con tanta suerte. Al siguiente fin de semana un estudiante borracho no la vio al girar en una  esquina y la arrastró por tres calles. 
La universidad nunca recibió alguna denuncia, las chicas preferían callar y continuar sus estudios antes de enfrentar el escrutinio público.
De aquel hombre nunca más se volvió a hablar, pero la deserción bajó el siguiente año, y el siguiente, y el que le siguió a ese.

martes, 26 de julio de 2022

Perdidos (primera parte)

Habíamos caminado sin parar durante dos días enteros. Debíamos de seguir, tratar de avanzar lo máximo posible para llegar a la frontera. No importaba el frío nocturno, el calor abrasivo, la sed, el hambre, o que nuestras botas se estuvieran haciendo pedazos porque no estaban fabricadas para aquel terreno inclemente. Seguramente Claude, el maldito calvo de contabilidad se habrá anotado una estrella cuando le enseñó el presupuesto al capitán Harrison. Al parecer los pies de un soldado no valen tanto. Nuestro pelotón había sido arrasado en el lecho del río que estaba a las afueras de Fallford. Nos acercamos a reabastecernos de agua y fuimos emboscados, nos rodearon. Nuestras botellas estaban casi tan secas como nosotros, solo nos bastó ver el agua para lanzarnos como un pequeño y sediento Ñu a un estanque en África.
Fuimos unos tontos. Parecíamos novatos recién salidos de la escuela de oficiales. Nos estaban esperando como un maldito cocodrilo espera a su presa.
Salieron desde el agua, los costados y por atrás.
Linch, el pelirrojo más sacado que haya conocido en mi vida, un chico pequeño y tan blanco como la leche, tomó el RPG y nos abrió una brecha por donde pudimos huir.
Lo vi correr entre las balas que cortaban el aire, el agua estallaba en miles de prismas que se iban haciendo cada vez más pequeños, el barro salpicaba todo lo que tocaba, tiñiendo a mis amigos con su color a mierda, marcando a los que iban a morir.
Todos íbamos a morir.
Sucedía en cámara lenta, Linch, rápido como un maldito ratón de laboratorio, se puso bajo Ramírez que le sirvió de escudo, nosotros hicimos lo mismo a su vez, nuestros compañeros ofrecieron un último sacrificio una vez que sus almas habían abandonado sus cuerpos. Él tomó el lanza cohetes, lo preparó con una velocidad endemoniada y sin dudarlo ni un segundo, lo disparó justo frente a nosotros.
El ariete de metal se impulsó con un sonido estridente. Inició un viaje frenético que sólo duró escasos segundos. Aún podíamos ver la estela de humo que había dejado flotando en el aire, aún podíamos sentir el sabor de la pólvora, el barro y la sangre en la boca cuando aquel viajero metálico estalló.
Cinco, quizá seis cuerpos volaron por los aires mientras se iban desmembrando conforme más se alejaban del punto inicial de la explosión. Luego de un momento todo quedó en silencio, un silencio tan vasto que parecía que nos aplastaba. Los enemigos que rodeaban la zona del impacto quedaron aturdidos, incapacitados por unos preciosos segundos.
Esa era nuestra salida.
La tierra y el barro cayó como lluvia y el ruido retomó su rutina enfermiza y febril.
Pero había una brecha. Matt, Santiago y yo nos miramos para estudiar la condición en que se encontraba el otro. Todos parecíamos enteros, algo magullados pero de una sola pieza. Si pensábamos escapar por la abertura que nos dejó Linch, no podíamos cargar con heridos o muertos por mucho tiempo. Iba contra el código pero cuando te cae plomo desde el cielo, los códigos y la moral se pueden ir un rato a la mierda.
Luego de convenir que los tres podíamos correr, nos pusimos en pie y nos dimos a la tarea. Nuestros antiguos compañeros ahora ya muertos, nos sirvieron de escudo. Incluido Linch, que yacía muerto a escasos metros de donde yo estaba. Aún tenía el tubo metálico en sus manos, aún se podía ver un hilo de humo ascender desde él. Pensé en su alma, que ojalá hubiera podido ascender de la misma manera. ¿Si entregas tu vida por otros se supone que llegas al cielo?, ¿Verdad?. Ojalá el bastardo se haya ganado un sitio para él en el paraíso.
Amartillamos nuestras armas y mientras avanzamos liquidamos a algunos de esos malditos mientras aún estaban aturdidos tirados por ahí. Luego cada uno tomó un cadáver y con gran esfuerzo lo cargamos en la espalda para que nos sirviera de protección. 
Mientras caminamos podíamos sentir algunos impactos de bala golpearnos por detrás.
La muerte nos perseguía, sentíamos su presencia en todos lados, nos respiraba en la nuca. Nuestras piernas ardían como el fuego del infierno que nos esperaba si dejábamos de correr. Los muslos casi dispuestos a reventar y las pantorrillas tres cuartas partes más de lo mismo. Fue un esfuerzo agotador.
Varios metros más adelante los impactos fueron cesando hasta que al final salimos de su línea de tiro. Seguimos andando unos metros más con nuestros escudos humanos a cuestas. Tenía la sensación que en cuanto lo desechara, yo caería muerto de súbito. Que algún francotirador estaría esperando el momento justo para volarnos la tapa de los sesos. Ya habíamos demostrado ser unos idiotas cuando llegamos al río así que cabía la posibilidad.
Supongo que tampoco valíamos una bala.
Estábamos vivos.
Logramos salir de allí con lo puesto. Sin agua. Sin comida. Sin pelotón y casi sin munición.
Solo podíamos caminar.
Pensé que habíamos tenido suerte ya que nuestros atacantes decidieron no seguirnos. Dos días después descubrimos porque.
La caminata nocturna se hizo en silencio, pareciera que nadie quería romper aquel hechizo que brindaba, era como si para nosotros, mientras no habláramos de lo sucedido, era como si no hubiera ocurrido nada. Pero si lo hizo, si pasó. De un grupo de doce solo quedábamos tres. Ni siquiera los tres más brillantes, solo los tres que la ironía quiso dejar con vida, no para cumplir algún plan especial ó algún designio divino, si no solo porque era muy divertido de alguna forma retorcida y morbosa.
Unas horas más tarde llegó el sol y el calor infernal que caracterizaba la zona, un yermo carente de vida animal y con una escasa vida vegetal. Un maldito desierto rocoso.
Seguimos andando todo el día, tomando breves descansos bajo alguna sombra caritativa que encontrábamos al paso.
Luego vino la noche. Y luego el día.
Cuando ya empezaba el atardecer del segundo día me empecé a preguntar si de verdad estábamos andando en la dirección correcta. Baeza era el de los mapas y estaba muerto. De echo solo empezamos a caminar por donde pudimos y el línea recta. ¿Dirección correcta hacia donde?
Me detuve un segundo para mirar donde estábamos con más calma. Estaba claro que nadie nos estaba siguiendo y ya era hora de trazar un plan. Había que dejar atrás aquel desafortunado incidente, superar el trauma y reponerse de una maldita vez.
Me giré para hablar con mis compañeros que estaban más atrás. Intentar abrir la boca fue toda una azaña, se sentía como una tumba egipcia que estuvo enterrada milenios, los labios resecos tenían llagas que los atravesaban de arriba a abajo, labios blancos enmarcados por unos surcos rojos color sangre seca y tierra.

—¿Alguna idea?— pregunté.
Estaba claro que yo no era el líder, ni si quiera sabía quién de los tres tenía algún rango superior al otro.
Santiago levantó la cabeza y apuntó hacia alguna dirección. Cuando noté hacia donde señalaba su dedo el corazón se me aceleró. De golpe sentí el calor en la nuca y me zumbaron los oídos, tragué la escasa saliba que podía generar, una mezcla viscosa y amarga. Por un segundo pensé que podría ser un espejismo, que mi mente me estaría jugando trucos provocados por la falta de agua y comida, me presioné los ojos con fuerza intentando aclarar la vista. Aún seguía ahí. Los demás también lo veían.
Sentí algo de alivio. Era la primera vez en semanas que me sentía aliviado por algo.
Asomado tras un pequeño monte se podía distinguir una construcción. No era un edificio muy alto, seguramente tenía apenas tres pisos, hecho con tabiques de piedra y pegados con adobe. Era una mierda pero tenía un significado aún mayor y esperanzador. Edificios, casas, gente, comida. Agua.
Incluso pensé hasta en una buena vagina, unas tetas generosas de alguna mujer rolliza pero eso ya era pedir demasiado.
Enfilamos en dirección a aquel descubrimiento prometedor.
Aún teníamos unas cuantas horas de sol y debíamos de aprovecharlas bien.
El ánimo del equipo se vio algo elevado por el reciente cambio de nuestra situación. El paso se volvió algo más animado. Las desventuras pasajeras podían haber llegado a su fin.
Rodeamos el perímetro cubriendo los flancos y esperando no tener que matar a algún campesino que pensara que valía la pena defender ese pedazo de tierra.
No había nadie.
El lugar no era muy grande, estaba el edificio que habíamos visto monte abajo, media docena de casas viejas y roñosas dispuestas una frente a la otra, hechas en piedra y con techos de paja. Al centro de todo, un pozo que surtía a todo el pueblo de agua, un poco más alejado había tres plantaciones que parecía que nadie habría regado en días y, más allá, un pequeño corral sin ningún animal a la vista.
Nos separamos en tres direcciones tratando de peinar la zona para evitar sufrir otra emboscada. Estaba desierto, era como un maldito pueblo fantasma. Al interior de las casas no se percibía movimiento alguno, y en el exterior todo era inquietantemente extraño. ¿Donde estaba la gente?.
De pronto un extraño presentimiento me invadió, mi intuición me decía que tal vez no deberíamos estar en aquel lugar. 
Intercambiamos miradas entre los tres y me di cuenta que mis acompañantes compartían la misma sensación.
No había nada, ni personas ni animales, nada.
Matt, lento y cauto se dirigió a mirar los cultivos; habían zanahorias y papas, los que parecían que llevaban varios días, quizá semanas sin recibir ni una sola gota de agua, a pesar de eso algunas zanahorias aún eran comestibles y tampoco estábamos en posición de ser muy exigentes. Devoramos verduras y tubérculos con extrema animalidad, metíamos uno tras otro, con apenas una leve pausa como para no morir atragantados. Nos urgía beber algo.
Santiago fue al pozo y notó un débil reflejo en su fondo. Unos minutos más tarde el vital líquido emergía de las entrañas de la tierra, con su gracioso vaivén que nos tenía hipnotizados. Íbamos a sobrevivir.
Una vez calmado el estómago de agua y comida decidimos que nos merecíamos un descanso. El Sol menguaba y pronto sería de noche. Nadie parecía que volvería a aquel pueblo perdido de la mano de Dios. Entramos a la casa más próxima al pozo y al huerto, con algo de cuidado pero tampoco muy excesivo.
Llevábamos horas en el lugar y si alguien estaba preocupado por sus alimentos, no hizo nada para impedir que unos extraños los comieran. Claramente a nadie le importaba que saquearamos aquel lugar.
La puerta estaba cerrada pero Santiago de un fuerte golpe con la culata de su arma destrozó el bloqueo en un segundo. La puerta se sacudió violentamente hacía atrás y luego de un rebote, volvió hacía adelante.
Al irrumpir en la casa un fuerte hedor me crispó los cabellos de la nuca, un escalofrío me sacudió. El lugar olía a muerte. Estaba oscuro y no podíamos distinguir bien. Maldije mi idiotez por no haber revisado la estancia cuando aún había luz de día. Que imbécil. Otra vez.
Imágenes retorcidas se asomaban entre la oscuridad, quizá manos, quizá cabezas, quizá nada.
Una humedad podrida flotaba por todos lados como una bruma proviniente del infierno, cubriendolo todo. Mi mandíbula se tensó igual que mi espalda.
Instintivamente los tres levantamos nuestras armas y escudriñamos la habitación de extremo a extremo. Debíamos dejar de cometer errores o no saldríamos vivos de ese pueblo.
Casi parece que merecíamos morir y solo estábamos jugando con nuestra suerte para aguantar al menos una noche más.
Cuando al fin nuestros ojos se acostumbraron a la oscuridad las figuras se volvieron más definidas. Algo muerto había ahí, eso estaba claro, solo debíamos encontrarlo.
La madera vieja se retorcía bajo nuestros pies con cada paso.
Seguimos nuestro olfato hacia donde el olor se hacía más fuerte. Pasamos un pequeño umbral que dividía el recibidor de la habitación conjunta, un espacio pequeño de no más de dos metros cuadrados, un dormitorio.
Habían tres cuerpos en descomposición sobre una cama.
Con gran esfuerzo me pude controlar y así mantener lo poco que había ingerido dentro del estómago, no fue fácil ya que tenía todo revuelto.
Eramos soldados, estábamos entrenados, eramos fríos e implacables, habíamos visto cuerpos mutilados y desmembrados, cadáveres por el suelo y hasta hace poco, habiamos cargado unos muertos a nuestras espaldas para mantenernos con vida. Ésto era diferente.
Era una pareja y un niño. Por la forma en que estaban recostados habían esperado la muerte tranquilamente. Un rifle antiguo y oxidado estaba cerca del que parecía ser el hombre de la casa.
Aparentemente habían muerto de hambre.
¿Cuanto tarda un cuerpo en morir de hambre?
¿Tres, quizá cuatro semanas?
¿Había algo en la comida?,¿En el agua?
Ninguno de nosotros parecía enfermo pero solo habían pasado unas horas.
¿Que mierda estaba pasando?
¿¡Como era posible que murieran de hambre si allí afuera había comida y agua?!
«Afuera»
La palabra quedó flotando en mi cabeza como una burbuja de jabón.
Vi el horror en los ojos de Santiago, el pequeño moreno de ojos café me miraba inquieto, como un ciervo asustado que mira a un cazador que le apunta en la cabeza con un arma, quería respuestas.
—¿Y las demás casas estarán igual? —preguntó Matt.
Santiago sin pensarlo dos veces salió hecho un bólido de la habitación en dirección afuera, nosotros lo seguimos tan rápido como pudimos pero el chico era veloz. Llegó a la siguiente casa e igual que la primera, con un golpe de su arma abrió la puerta. El estruendo rompió el silencio y la paz, astillas de madera surcaron el aire y algunas se clavaron en sus dedos. Unas gotas de sangre brotaron y quedaron en el umbral de la puerta. El mismo hedor surgía desde su interior. La misma podredumbre. La muerte.
Pasó a la siguiente. 
Y la siguiente.
Estaba oscuro y Santiago seguía en su tarea de profanar los hogares de aquel pueblo olvidado. Lo seguí como pude mientras iba de casa en casa, una a una cada puerta fue abierta. Lágrimas brotaban de sus ojos y sangre escurría por sus dedos con cada golpe que daba a la madera.
—¡¿Que mierda está pasando Riggs!? —me preguntó el muchacho.
—No lo sé Santiago. No lo sé.
Se dejó caer sobre sus rodillas y comenzó a llorar.
No podía entender que era lo que lo había alterado tanto; Que aparentemente todos en aquel pueblo demente se habían encerrado esperando morir de hambre, incluido mujeres y niños. O tal vez la desolación de la desesperanza. La incertidumbre sobre nuestra sobrevivencia o tal vez era toda esa mierda junta.
«Afuera»
La palabra seguía flotando en mi cabeza.
¿Que pudo haber afuera que les obligara a quedarse adentro?, ¿El arma era para defenderse?, ¿De qué?, ¿Que era tan aterrador afuera que era mejor opción morir aquí?
—Será mejor que entremos —Les dije.
—¿Matt? —dijo Santiago entre sollozos.
Sentí un puntazo en la columna.
—¡¿Matt!? —gritamos ambos a coro, no hubo respuesta.
Santiago insistió una vez más mientras le volvían las lágrimas.
No hubo caso. Era como si la noche se lo hubiera tragado. Mientras miraba el vacío a través de la puerta, sentí que algo o alguien me estaba observando. Sentí miedo. Santiago estaba llorando como un niño junto a mi y Matt había desaparecido.





martes, 21 de junio de 2022

Entrevistas: Tritón

Inspirado en hechos reales.

Siempre supe que lo perdería en el mar.
Desde aquella primera vez que lo llevamos a la playa; tenía apenas cinco años, no hacía deportes porque era pequeño, no era muy coordinado, quizá hasta un poco torpe, pero algo en el mar le llamó poderosamente la atención. Lo sentí, lo ví en sus pequeños ojos, era un brillo... Una solemnidad... Un sobrecogimiento, un reflejo inmenso que lo absorbió atónito. Siempre lo supe. Si alguna vez le pasaba algo, sería en el mar.
Íbamos a veranear todos los años a la cabaña de mi cuñado. En realidad era de mi hermana pero él se molestaba si uno decía algo, como que se sentía poca cosa. La cabaña le daba algo de respeto y a nosotros no nos importaba.
Brenda siempre hacía un gesto con la mano cada vez que él sacaba el tema de como él había encontrado ese sitio.
Ella lo dejaba ser porque era más fácil que entrar en discusiones sobre quién es más propietario, si el que encontró el aviso o quien pagó por la propiedad.
Martín creció con sus primos y los veranos que fueron allí era muy feliz. 

Durante el año no estaba muy al pendiente, pero llegando diciembre pasaba tardes enteras planeando sobre sus aventuras futuras que viviría con sus primos una vez que pisara la arena.
Angie y Tomás eran buenos cómplices.
Pasaban horas en el agua. Para Martín el océano era su ambiente natural.
Aguantaba el frío, el hambre, el cansancio. Todo con tal de estar más tiempo sumergido en el agua.
Nunca fue un niño impetuoso. Al contrario, siempre precavido, de personalidad vacilante.
Pero ese año había llegado a la playa una chica, se quedaba tres casas más hacia la playa, así que al pasar de ida y de vuelta siempre la veía, Andrea.
Era una chica guapa que se veía simpática, yo solo la vi desde lejos pero no parecía mala persona.
Él quería llamar su atención porque le gustaba. Martín ya era un adolescente pero mis ojos de padre casi no lo habían notado.
Siempre fue autónomo, pedía permiso como cualquier joven pero el decidía donde iba, con quién y a que hora volvería. Era precavido y responsable así que no teníamos problemas con él.

Mi esposa, Renata, sabe lo que pasó ese día, Angie se lo contó todo... Yo... Yo.

Yo me lo puedo imaginar, aunque aveces no quiero. En mi mente quiero creer que el accidente no es tan terrible como en realidad parece que fue. Quiero creer que se metió a nadar en el mar que tanto amaba y solo no regresó jamás. Que su alma vaga por las indomables aguas, como un surfista que flota por la espuma de la ola al reventar.
Mi mujer no ha insistido en contarme y respeta mi decisión.
No es como lo muestran en las películas sabe...
—¿Que cosa?
Amaba a mi hijo con devoción, aún lo hago. Pero ese día no pude sentir nada.
Él se estaba muriendo y yo no pude sentir nada, no sentí nunca ninguna señal, no tuve ese calorfrio en mi espalda. No tuve ese mareo, ese presentimiento de que algo había pasado. Esa sensación de presión en el pecho, falta de aire, nada. Ni una maldita señal. Mi bebé estaba muriendo y yo no pude enterarme sino hasta horas más tarde, cuando ya su alma había dejado ésta tierra.
¿Acaso no lo amaba lo suficiente?
Mi corazón se rompió en pedazos ese día.
Quizá no debimos dejarlo salir... Quizá acompañarlo... Ir con él... Pero...
Y si... 
Un padre no debería enterrar a un hijo.
No está bien.
No es natural.

miércoles, 8 de junio de 2022

Entrevistas: Schrödinger

Inspirado en hechos reales.

Si trato de recordar no hay nada extraño que hubiera pasado antes ese día.
Nos levantamos temprano, yo con algo de dolor de cabeza por las dos botellas de vino que habíamos bebido la noche anterior.
El desayuno fue el acostumbrado, un café y algo de pan. Mi mujer y mi hijo hicieron lo de costumbre y la gata, katrina, andaba por todos lados, solo lo usual.
Tampoco le dimos mucha importancia a la mascota, es una gata y siempre hace lo que quiere, aunque sólo se la pase durmiendo y destrozando los sillones.
Fue después del almuerzo.
Habíamos vuelto del supermercado, de hacer las compras para la semana. Katrina siempre se acerca a olfatear las cosas, siempre le llaman la atención las cosas nuevas. Y en esa ocasión también lo hizo. Caminaba con soltura y elegancia sobre las latas de conserva y los fideos de oferta, sobre el tarro de café y las sopas instantáneas.
Ese día teníamos ganas de legumbres, y mi mujer preparó unas lentejas con zapallo y fideos que estaban exquisitas. Comimos hasta reventar. Al acabar nos levantamos y empezamos a ordenar, como de costumbre.
Los productos de la compra aún estaban tirados sobre el sofá esperando ser ordenados, el almuerzo era prioridad.
Mi hijo llevó los platos a la cocina, mi mujer fue al dormitorio y yo quería barrer el comedor.
Ahí pasó.
Yo estaba en lo mío cuando desde la habitación escucho la voz de mi mujer. Tenía esa voz graciosa que uno pone cuando intenta entretener a un bebé, una voz algo tonta y melosa. Siempre lo hacía cuando veía a la gata deambular por ahí, siempre queriendo llamar su atención. Y obvio, como todo buen felino, Katrina la ignoraba de forma aplastante.
Entonces me giro y la veo, la gata sentada en el brazo exterior del sillón, junto con todos los productos de la compra.
¿A quien le habla? —pensé.
Fui hasta el dormitorio y ahí estaba. La gata a los pies de la cama, ignorando a mi mujer mientras ella quería jugar simulando tener algo bajo la sábana.
No podía ser. Solo teníamos a Katrina, una gata.
Katrina es muy singular, tiene el pelo gris claro y los pies blancos, la nariz y el pecho. También tiene un pequeño mechón blanco sobre el lomo, lo que la vuelve inconfundible.
No era una gata parecida, o similar. Era exactamente la misma gata.
Vivimos en un tercer piso y casi siempre tenemos las ventanas cerradas, no es que algún animal haya trepado hasta nosotros para entrar ni nada, pero si un gato lograra tal azaña, seguro le ofrecería un tazón de agua al menos.
Con cuidado de no romper la quietud del momento le hice señas a mi mujer para que se levantara con calma.
La conduje al sillón para que viera lo que yo había visto.
Sus ojos se abrieron como platos. No daba crédito a lo que veía.
La gata. La misma gata.
Estaba en dos lugares al mismo tiempo.
Nos quedamos en silencio y rehicimos el camino hasta el dormitorio. La otra seguía ahí.
Como si el animal fuera advertido de lo que estábamos presenciando se levantó con calma, se desperezó y bajó al suelo.
Justo en ese momento Katrina, la otra Katrina, la del sillón, doblaba por la esquina del pasillo en camino hacia nosotros.
Ambas gatas caminaban en dirección a encontrarse. Cuando estaban el en centro del pasillo se fusionaron.
No hubo luces brillantes ni destellos ni nada parecido a lo que se ve en las películas, solo se juntaron, como quien pone su mano en un espejo, ambos reflejos idénticos solo se juntaron en una única gata.
Se sacudió como un perro cuando sale del agua y siguió su camino, como si nada hubiera pasado.
No lo podíamos creer.
Pasaron semanas en donde no se lo comentamos a nadie, un poco por vergüenza y un poco porque no sabíamos realmente que pensar. No teníamos ninguna explicación y tampoco queríamos que la gente, nuestros amigos, nos tomaran por locos.
—¿Volvió a ocurrir?
—La verdad es que no. Estuvimos muy pendientes de lo que hacía la gata tiempo después, por semanas. La vigilábamos, la acechábamos, y nada. Katrina nunca más volvió a "separarse", al menos no frente a nosotros.