martes, 21 de junio de 2022

Entrevistas: Tritón

Inspirado en hechos reales.

Siempre supe que lo perdería en el mar.
Desde aquella primera vez que lo llevamos a la playa; tenía apenas cinco años, no hacía deportes porque era pequeño, no era muy coordinado, quizá hasta un poco torpe, pero algo en el mar le llamó poderosamente la atención. Lo sentí, lo ví en sus pequeños ojos, era un brillo... Una solemnidad... Un sobrecogimiento, un reflejo inmenso que lo absorbió atónito. Siempre lo supe. Si alguna vez le pasaba algo, sería en el mar.
Íbamos a veranear todos los años a la cabaña de mi cuñado. En realidad era de mi hermana pero él se molestaba si uno decía algo, como que se sentía poca cosa. La cabaña le daba algo de respeto y a nosotros no nos importaba.
Brenda siempre hacía un gesto con la mano cada vez que él sacaba el tema de como él había encontrado ese sitio.
Ella lo dejaba ser porque era más fácil que entrar en discusiones sobre quién es más propietario, si el que encontró el aviso o quien pagó por la propiedad.
Martín creció con sus primos y los veranos que fueron allí era muy feliz. 

Durante el año no estaba muy al pendiente, pero llegando diciembre pasaba tardes enteras planeando sobre sus aventuras futuras que viviría con sus primos una vez que pisara la arena.
Angie y Tomás eran buenos cómplices.
Pasaban horas en el agua. Para Martín el océano era su ambiente natural.
Aguantaba el frío, el hambre, el cansancio. Todo con tal de estar más tiempo sumergido en el agua.
Nunca fue un niño impetuoso. Al contrario, siempre precavido, de personalidad vacilante.
Pero ese año había llegado a la playa una chica, se quedaba tres casas más hacia la playa, así que al pasar de ida y de vuelta siempre la veía, Andrea.
Era una chica guapa que se veía simpática, yo solo la vi desde lejos pero no parecía mala persona.
Él quería llamar su atención porque le gustaba. Martín ya era un adolescente pero mis ojos de padre casi no lo habían notado.
Siempre fue autónomo, pedía permiso como cualquier joven pero el decidía donde iba, con quién y a que hora volvería. Era precavido y responsable así que no teníamos problemas con él.

Mi esposa, Renata, sabe lo que pasó ese día, Angie se lo contó todo... Yo... Yo.

Yo me lo puedo imaginar, aunque aveces no quiero. En mi mente quiero creer que el accidente no es tan terrible como en realidad parece que fue. Quiero creer que se metió a nadar en el mar que tanto amaba y solo no regresó jamás. Que su alma vaga por las indomables aguas, como un surfista que flota por la espuma de la ola al reventar.
Mi mujer no ha insistido en contarme y respeta mi decisión.
No es como lo muestran en las películas sabe...
—¿Que cosa?
Amaba a mi hijo con devoción, aún lo hago. Pero ese día no pude sentir nada.
Él se estaba muriendo y yo no pude sentir nada, no sentí nunca ninguna señal, no tuve ese calorfrio en mi espalda. No tuve ese mareo, ese presentimiento de que algo había pasado. Esa sensación de presión en el pecho, falta de aire, nada. Ni una maldita señal. Mi bebé estaba muriendo y yo no pude enterarme sino hasta horas más tarde, cuando ya su alma había dejado ésta tierra.
¿Acaso no lo amaba lo suficiente?
Mi corazón se rompió en pedazos ese día.
Quizá no debimos dejarlo salir... Quizá acompañarlo... Ir con él... Pero...
Y si... 
Un padre no debería enterrar a un hijo.
No está bien.
No es natural.

miércoles, 8 de junio de 2022

Entrevistas: Schrödinger

Inspirado en hechos reales.

Si trato de recordar no hay nada extraño que hubiera pasado antes ese día.
Nos levantamos temprano, yo con algo de dolor de cabeza por las dos botellas de vino que habíamos bebido la noche anterior.
El desayuno fue el acostumbrado, un café y algo de pan. Mi mujer y mi hijo hicieron lo de costumbre y la gata, katrina, andaba por todos lados, solo lo usual.
Tampoco le dimos mucha importancia a la mascota, es una gata y siempre hace lo que quiere, aunque sólo se la pase durmiendo y destrozando los sillones.
Fue después del almuerzo.
Habíamos vuelto del supermercado, de hacer las compras para la semana. Katrina siempre se acerca a olfatear las cosas, siempre le llaman la atención las cosas nuevas. Y en esa ocasión también lo hizo. Caminaba con soltura y elegancia sobre las latas de conserva y los fideos de oferta, sobre el tarro de café y las sopas instantáneas.
Ese día teníamos ganas de legumbres, y mi mujer preparó unas lentejas con zapallo y fideos que estaban exquisitas. Comimos hasta reventar. Al acabar nos levantamos y empezamos a ordenar, como de costumbre.
Los productos de la compra aún estaban tirados sobre el sofá esperando ser ordenados, el almuerzo era prioridad.
Mi hijo llevó los platos a la cocina, mi mujer fue al dormitorio y yo quería barrer el comedor.
Ahí pasó.
Yo estaba en lo mío cuando desde la habitación escucho la voz de mi mujer. Tenía esa voz graciosa que uno pone cuando intenta entretener a un bebé, una voz algo tonta y melosa. Siempre lo hacía cuando veía a la gata deambular por ahí, siempre queriendo llamar su atención. Y obvio, como todo buen felino, Katrina la ignoraba de forma aplastante.
Entonces me giro y la veo, la gata sentada en el brazo exterior del sillón, junto con todos los productos de la compra.
¿A quien le habla? —pensé.
Fui hasta el dormitorio y ahí estaba. La gata a los pies de la cama, ignorando a mi mujer mientras ella quería jugar simulando tener algo bajo la sábana.
No podía ser. Solo teníamos a Katrina, una gata.
Katrina es muy singular, tiene el pelo gris claro y los pies blancos, la nariz y el pecho. También tiene un pequeño mechón blanco sobre el lomo, lo que la vuelve inconfundible.
No era una gata parecida, o similar. Era exactamente la misma gata.
Vivimos en un tercer piso y casi siempre tenemos las ventanas cerradas, no es que algún animal haya trepado hasta nosotros para entrar ni nada, pero si un gato lograra tal azaña, seguro le ofrecería un tazón de agua al menos.
Con cuidado de no romper la quietud del momento le hice señas a mi mujer para que se levantara con calma.
La conduje al sillón para que viera lo que yo había visto.
Sus ojos se abrieron como platos. No daba crédito a lo que veía.
La gata. La misma gata.
Estaba en dos lugares al mismo tiempo.
Nos quedamos en silencio y rehicimos el camino hasta el dormitorio. La otra seguía ahí.
Como si el animal fuera advertido de lo que estábamos presenciando se levantó con calma, se desperezó y bajó al suelo.
Justo en ese momento Katrina, la otra Katrina, la del sillón, doblaba por la esquina del pasillo en camino hacia nosotros.
Ambas gatas caminaban en dirección a encontrarse. Cuando estaban el en centro del pasillo se fusionaron.
No hubo luces brillantes ni destellos ni nada parecido a lo que se ve en las películas, solo se juntaron, como quien pone su mano en un espejo, ambos reflejos idénticos solo se juntaron en una única gata.
Se sacudió como un perro cuando sale del agua y siguió su camino, como si nada hubiera pasado.
No lo podíamos creer.
Pasaron semanas en donde no se lo comentamos a nadie, un poco por vergüenza y un poco porque no sabíamos realmente que pensar. No teníamos ninguna explicación y tampoco queríamos que la gente, nuestros amigos, nos tomaran por locos.
—¿Volvió a ocurrir?
—La verdad es que no. Estuvimos muy pendientes de lo que hacía la gata tiempo después, por semanas. La vigilábamos, la acechábamos, y nada. Katrina nunca más volvió a "separarse", al menos no frente a nosotros.