lunes, 28 de julio de 2025

Perfidia

Álvaro había vuelto a olvidar tomar su medicamento. Tenía muy asociado hacerlo junto con el café de la mañana, pero como se había acabado hace dos días, lo olvidó.
Recién lo recordó cuando le entregaron el vaso en el Starbucks, de camino al trabajo.
No estaba lejos de su casa, y era mejor volver ahora. Cuando no tomaba sus pastillas, se sentía algo extraño: con una leve presión en el pecho, nervioso por momentos. Dos días sin su medicamento era su límite.

Mientras esperaba la luz verde, creó un recordatorio en el asistente: comprar café. Presionó un botón y el mensaje se envió a las anotaciones que compartía con su esposa, Patricia.
Ella, que el día anterior había salido todo el día con sus amigas, también lo había olvidado. Con ese recordatorio bastará, pensó.

Patricia debía estar dormida. Se levantaba tarde, ya que solo se ocupaba del hogar y tenía tiempo de sobra. El departamento no era grande y no tenían hijos.
Habían realizado los trámites de postulación para tenerlos, pero no fueron seleccionados. Era el destino el que parecía querer que ese matrimonio no tuviera descendencia. A pesar de ello, siguieron juntos.

Tomó la curva con cuidado y se dirigió directamente hacia la torre 3. Era un barrio sencillo, modesto; lo que su salario de policía le permitía pagar.
Las áreas verdes eran más bien escasas; los juegos infantiles, algo oxidados, estaban rodeados de negocios y almacenes donde se podía encontrar desde comida hasta productos de tecnología, pasando por ropa y licores.

Álvaro entró en silencio. La cerradura electrónica se abrió sin emitir sonido cuando apoyó su pulgar sobre la placa metálica.
Entró despacio, mientras intentaba recordar dónde había dejado sus pastillas. Rogó a los dioses que esta vez no las hubiera dejado en su mesa de noche.
Revisó la cocina, el living, el comedor e incluso el baño. Nada.

Resignado a su mala suerte, se dirigió al dormitorio.
Debía ser ágil, rápido y sutil como un gato; ya había perdido suficiente tiempo, y no era la idea llegar otra vez tarde.
Al llegar a la puerta, escuchó la voz de Patricia. Estaba despierta y grabando un video. Un saludo, al parecer.
Vestía un camisón de gasa blanco, semitransparente, con tiras finas y detalles bordados. Había sido un autoregalo que ella se hizo para un aniversario. Álvaro no podía recordar si fue el décimo o el undécimo.
Tenía el pelo suelto, más bien desordenado de una forma sexy.
Patricia, a pesar de ser una mujer normal, tenía una belleza propia, un aire de actriz que resaltaba sus rasgos. Sostenía el teléfono frente a su cara mientras decía un saludo con una voz entre ingenua y juguetona.

—Te extraño. Ya quiero que estés aquí. Cuídate mucho. Te amo.

Álvaro sintió una leve cosquilla en el bajo vientre. Una ternura agradable y algo de deseo también.
Rápidamente sacó su teléfono para que, cuando llegara el video, el sonido de la notificación no alertara a Patricia de que él estaba allí. Pulsó el botón del volumen y abrió la aplicación de mensajería.
Se quedó mirando la pantalla, esperando que llegara el mensaje. Y esperó... y esperó...


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David estaba llegando a la torre 3.
Cuando, al dar la curva, vio la patrulla que estaba frente al edificio, aceleró hasta llegar y bajó apresurado.
Dos oficiales esperaban fuera del auto policial, decidiendo si debían entrar; ambos demasiado cobardes como para ingresar y comenzar a revisar un edificio piso por piso, buscando a algún pistolero.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el primer oficial al recién llegado.
—Teniente David Navarra —dijo—¿Qué pasó?
—Reporte de unos disparos, hace unos diez minutos, según los vecinos —contestó el segundo oficial.
—En esta torre vive Álvaro Retamal, el teniente.

Ambos oficiales cruzaron miradas.
—Lo conocemos —dijo uno.

David sacó su teléfono, buscó el número de su amigo, presionó el botón y esperó mientras sonaba el tono de llamada.

Justo en ese momento, el teniente Álvaro Retamal salía por el umbral del edificio.
Era alto, de piel color canela, cabello corto estilo militar, hombros anchos, manos grandes.
Caminaba desorientado, lucía perturbado, con los ojos idos y la cara cubierta de sangre.

Los dos oficiales, al verlo, instintivamente sacaron sus armas —unas Glock 19— y apuntaron al teniente Retamal.

David saltó exaltado para imponer calma.
—¡Oigan! ¡Oigan! Es Álvaro, tranquilos —dijo mientras llevaba su mano derecha hacia su arma y mantenía la izquierda en alto, para que no hicieran nada.

Los oficiales bajaron sus armas, algo más calmados.
—Ella... —balbuceó Retamal.

Los tres se giraron. Miraron a Retamal a la cara, luego a su mano derecha: tenía su arma.
Los dos oficiales y el teniente David Navarra apuntaron a Retamal.

—Álvaro, amigo... ¿dónde está Patricia? Se oyeron disparos. ¿Dónde está ella?
—Ella... tenía una aventura —dijo al fin Álvaro.
—Oye, está bien, tranquilo —dijo David—. ¿Dónde está Patricia? —agregó.
—Teniente, ponga el arma en el suelo —dijo un oficial.
—Momento, chicos, tranquilos... —David sentía la tensión en el aire.
—¡El arma al suelo! —gritó el segundo oficial.
—Ella... —Álvaro dio un paso, y por un segundo pareció levantar su arma.

Los oficiales alzaron sus pistolas.
—¡Teniente! ¡Ponga el arma en el suelo!
—¡Al suelo ya mismo! —gritó el otro.
—Álvaro, suelta esa arma ahora.

El teniente Álvaro Retamal estaba ido. Los oídos le zumbaban, y el sonido le llegaba como si atravesara una burbuja de agua. Solo distinguía balbuceos, borrones deformes de blanco, negro y gris.
El corazón le latía tan fuerte que podía sentir las palpitaciones en sus sienes.
Tenía en su cabeza el rostro de Patricia.

—¿A quién le enviaste ese video? —había preguntado Álvaro.
—¿Qué haces aquí? —Patricia estaba en shock.
—Patricia... ¿a quién le enviaste ese video? —insistió él.
—No sé de qué...

Con un movimiento rápido, él le arrebató el aparato de las manos. Ella intentó recuperarlo, y luego de un forcejeo, Álvaro la empujó a la cama.
Mientras buscaba en los mensajes, vio que el destinatario no tenía foto, ni nombre, ni alias. Solo una serie de números que no podía reconocer.
Se fijó en uno de los últimos mensajes: la pasé muy bien ayer.
¿Ayer? —pensó—. ¿De quién es este número? —gritó.
—Amor, yo...

Presionó el botón de llamada y esperó con el teléfono pegado a la oreja.
Nada.

Álvaro apretó fuerte con las manos el teléfono de Patricia y lo estrelló contra el muro, preso de la rabia.
El aparato se rompió en mil pedazos, diseminando circuitos y esquirlas de vidrio por todo el lugar.

—No me tomes por tonto, Patricia. No se te ocurra...

Álvaro levantó el puño, apretando con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

—¿No era para mí? Ya me di cuenta. ¿Para quién era? ¿Me estás engañando?
—¿Cuánto más crees que esto iba a durar, ah? Casi no hablamos, no salimos, no hacemos nada. Ya ni me tocas. Ni siquiera calificamos para que nos dejaran tener hijos. ¿Cuánto más creíste que esto iba a durar, ah?

Pero la verdad es que Álvaro no lo había pensado. Él creía que la relación estaba bien. No como en los años más felices o más fogosos, pero bien.
Nunca había considerado que Patricia pudiera estar sufriendo en silencio. ¿Se podía ser tan ciego? ¿Estar con alguien a quien uno mismo había llevado al abismo sin notarlo? No... no podía ser solo su culpa. O no toda, al menos.

—¿Pero engañarme? —preguntó él.
—Una hace lo que tiene que hacer para estar bien —respondió ella.
—Uno hace lo que tiene que hacer para estar bien —repitió él.

—¡Teniente! ¡Última advertencia! ¡Baje esa arma!
—Álvaro, por favor... deja ya todo este escándalo. Baja esa arma.
—¡El arma al suelo ya! —dijo el otro.

Fue durante menos de un segundo.
El teniente Retamal levantó su pistola, sin ánimo de herir a nadie.
David nunca supo quién hizo el primer disparo. Solo sintió cómo, por instinto, él también apretaba el gatillo.

Cuando al fin pudo entender lo que había pasado, vio a su amigo tirado en el suelo.
La sangre salía a borbotones, espesa como sirope, tibia como el sol de la mañana.
Pudo ver en sus ojos cómo la vida se le escapaba. Todo lo que lo hacía especial, único, abandonaba su cuerpo para dejar solo una carne ajada y sanguinolenta.

Corrió hasta la puerta del departamento mientras los oficiales pedían una ambulancia, por muy inútil que pareciera.
Uno a uno, los vecinos curiosos asomaban la cabeza para tratar de entender qué había sucedido, con quién y quizá por qué.
David tuvo que empujar a algunos cuando llegó al departamento. Estos, al verlo, se quitaron rápido de la entrada.

David recorrió todo hasta llegar al dormitorio.
Ahí estaba Patricia, con media cabeza destrozada y trozos de cerebro salpicando el muro.

Luego de volver a la central y llenar el informe, David pasó a hablar con su jefe. Este le dio ánimos, por muy inútiles que resultaran. Le dio permiso por unos días, pero antes debía pasar por la psicóloga.

Mia era una chica joven de gran corazón. Tenía unos kilos de más, pero lo disimulaba con ropa de diseños que acentuaban su figura.
En la universidad se había especializado en atender policías tras tiroteos, pero nunca, en su corta carrera, le había tocado un caso en que un policía hubiera disparado a otro. Y menos con resultado de muerte. Tendría tres esa tarde.
Para David fue un mero trámite.
Contó sobre su relación con Álvaro, la amistad que mantenían desde hace años, las vacaciones, las navidades, y cómo era prácticamente un hermano para él.
A pesar de eso, se mostró estoico. Una parte de él había bloqueado las emociones porque tenía muchas cosas que hacer. Y otra parte solo quería dejar de hablar, estar en la paz del silencio.
David aseguró estar bien y salió del trabajo.

No quería conducir. No sentía que fuera capaz de tomar el control de algo en ese momento.
Caminó lento hasta la entrada del subterráneo.
La monotonía del viaje, las caras apagadas de los viajeros sumidos en sus pantallas, lo reconfortó. Nadie estaba pendiente de él. El vaivén del tren eléctrico arrulló su cuerpo cansado. Se sintió bien. Adormilado.

David pulsó el pulgar en la placa metálica, entró a su departamento y se derrumbó en el sillón.
El lugar no era gran cosa. Un espacio básico, sin excentricidades, colores aburridos y una decoración descafeinada.
Se inclinó hacia atrás y, luego de unos segundos y un suspiro, se levantó y fue por un trago.
Se lo sirvió doble, porque la situación lo ameritaba.
Volvió al sillón. Encendió el televisor y miró al techo. La luz intermitente del aparato lo hipnotizó unos minutos.
Apuró el contenido del vaso y se levantó para servirse otro.

Aún todo lo ocurrido en la mañana le parecía inverosímil.
Era un acontecimiento tan ajeno que le costaba asumir que había sido su amigo, su amigo Álvaro... y Patricia.
David dejó de perder el tiempo, y fue hasta su dormitorio. Bajo la almohada, escondido, tenía un segundo teléfono.
Lo sostuvo con calma unos segundos, como dudando.
Lo desbloqueó con un patrón muy rebuscado y revisó las notificaciones.
Tenía una llamada perdida y un mensaje.

Abrió la aplicación y presionó el botón de play.

—Te extraño. Ya quiero que estés aquí. Cuídate mucho. Te amo.

David se derrumbó en el suelo y comenzó a llorar.

jueves, 24 de julio de 2025

Vacío nocturno

—Sé que la tengo en alguna parte —dijo Romina mientras vaciaba su bolso sobre la mesa.

El extraño bolso desafiaba la realidad y la existencia misma, pues resultaba físicamente imposible que un simple trozo de cuero pudiera cargar con tantas cosas a la vez.

Los múltiples objetos tintinearon al rebotar contra el cristal de la mesa, las botellas de cerveza y los vasos a medio beber: un manojo de llaves de distintas formas y colores. Como nunca recordaba para qué servían las más antiguas, prefería cargar con todas (por si acaso), y de la docena que llevaba, solo usaba dos; un par de labiales gastados que ya no servían para nada, pero que mantenía por si algún día sentía ánimo de comprar otro y no quería equivocarse de color, ya que era incapaz de recordar el nombre o número exacto; una billetera vieja que la transportaba a tiempos mejores, más estables, un regalo que le hizo su padre alguna vez, antes de aquello...; un estuche con lápices que a veces se negaban rotundamente a escribir; una libreta pequeña, de encuadernado sencillo, donde anotaba cosas que no debía olvidar (si tan solo no olvidara revisarla de vez en cuando); uno de esos portafotos magnéticos con un horrible diseño de colores chillones y formas indescriptibles, con apenas tres fotos de sus sobrinos cuando eran muy pequeños. Los mellizos ya casi tenían nueve años, pero Romina nunca había actualizado el contenido; una tableta de analgésicos, una de antiácidos, otra más de analgésicos, una de antidepresivos, y otra más de analgésicos; un pequeño frasco con unas píldoras milagrosas que supuestamente transformaban la grasa en... algo. Aire, al parecer; elásticos; un destapador; unos tampones que, por el roce con los demás objetos, ya estaban inservibles; y un largo etcétera.

De todo, menos su tarjeta de débito.

La joven garzona esperaba junto a la mesa: alta para su edad, delgada, con un peinado sencillo, un impecable delantal ceñido y el peso del cuerpo recargado sobre uno de sus pies, cada vez más impaciente. Su rostro era rígido, serio, inexpresivo. Un leve golpeteo ansioso del lápiz contra la comanda intentaba apresurar el proceso.

Romina conocía a la joven trabajadora. No recordaba su nombre —era muy mala para los nombres—, pero estaba casi segura de que alguna vez las habían presentado.

Una de las dos amigas que la acompañaban salió al paso.

—¿Es necesario pagar ahora, antes de terminar? —preguntó Andrea, sentada a la izquierda de Romina.

—Sí —respondió la joven.

—Cóbrate —dijo Ana, sentada a su derecha, mientras extendía la mano y le pasaba unos billetes.

—Gracias —respondió la joven en un tono seco. Dio media vuelta y se internó en el local.

Un leve silencio incómodo se hizo presente el tiempo justo para que Romina lo notara. Miró a su alrededor y no pudo evitar sentir un vacío en su interior. En el pecho. Muy dentro, muy profundo, pero muy notorio. Le pasaba siempre que se detenía a pensar, cuando dejaba de hablar, cuando dejaba de reír, de recibir estímulos.

Estaba afuera. Había decidido salir, y sus amigas —inseparables y perfectas— habían decidido acompañarla.

La flanqueaban como verdaderas guardaespaldas, una a cada lado, protegiéndola del exterior. Romina sabía que aquello era un poco exagerado, pero nunca renegaría de un poco de afecto de sus mejores amigas. Se sentía bien. Tibio, hogareño, cariñoso. Aquello no podía estar mal.

¿Pero y el vacío?

sábado, 18 de febrero de 2023

Último aliento: Jetsëvr


Amanecía en aquel ajeno planeta.
La luz de un sol blanco se colaba por las rendijas de aquella improvisada ventana esculpida en la roca.
Rayos tenues iluminaban escasamente el ambiente rocoso y rústico de la habitación. Si a aquella cueva hundida en la montaña se le podía decir habitación. Un lugar sencillo, desprovisto de lujos. Funcional.
Unos cuantos muebles, una cama, una polvorienta caja de juguetes, unos ajados libros infantiles y una soledad que lo inundaba todo aplastando cualquier atisbo de esperanza.
Jetsëvr aún dormía. Una leve sonrisa se le dibujaba en el rostro, señal de un sueño alegre, un recuerdo feliz, de esos que hace tanto tiempo no tenía.
Una ensoñación como un dibujo infantil: Estaban juntas las dos, alegres, sin preocupaciones. Un recuerdo amarillo, unos juegos junto a una caja de arena al final de un enorme bosque de tupidos árboles anaranjados, un cielo muy celeste con tímidas nubes rosas, una selección de dulces y jugos para comer y beber sobre una manta sencilla, una joven y hermosa mujer protegía en un abrazo maternal a una niña de cabellos brillantes, de sonrisa fácil y rostro regordete.
Justo antes de despertar, Jetsëvr estiraba su mano buscando algo. A alguien.
Al no encontrarla despertó de un respingo.
Lo había olvidado otra vez. Su hija, su niña, Danaëv, ya no estaba.
Aferró en su mano esa vieja y gastada tela, aquel intento de sábana, para poder retener solo un segundo más aquel sueño, aquel recuerdo.
Llevó la tela a su rostro tratando de percibir si es que aún quedaba algo del aroma de su niña, lo presionó con fuerza e inspiró brusca, violenta, buscando como un sabueso a su presa, con una ilusión casi infantil, pero ya no quedaba nada.
Su rostro pareció quebrarse.
El calor de su cándido cuerpo, el aroma de su inocente ternura se había extinguido.
Algunos días lo llevaba mejor que otros, despertaba resignada y en algunos momentos hasta lo olvidaba, seguía con sus quehaceres domésticos esperando. Siempre esperando.
Otros días eran de furia y odio salvaje. Apenas se levantaba de la cama y dejaba todo como estaba, olvidaba su higiene personal e incluso ingerir algún alimento.
Éste era uno de los malos.
Azotó las sábanas a la cama, poseída por un frenesí enfermizo, apretó sus puños hasta volver blancos sus nudillos y comenzó a golpear el colchon.
Las lágrimas no demoraron.
Brotes enormes, cargadas de ira, le recorrían el rostro. Unos gritos de dolor le sepultaban el alma con cada alarido. 
Agotó su cuerpo y su mente, el llanto desconsolado le fue drenando su vida hasta caer en la inconsciencia.
Lloró hasta que se quedó dormida otra vez.
La piel blanca y fina como el papel, se le ceñía a los huesos y venas, como las nervaduras de una hoja de árbol seca.
Ésta vez no hubo un sueño alegre, sólo un rostro calavérico de expresión triste que recuperaba las energías gastadas, eso era todo.
Abrazaba sus piernas en una posición fetal, aferrada con fuerza, se sentía  muy vulnerable y empequeñecida, diminuta en la vieja cama. 
Desnuda y huesuda, su cuerpo era la encarnación de la soledad y la tristeza.
Qué lejana le parecía su antigua vida.

Un retortijón la despertó ésta vez.
¿Ya era tarde?, aunque eso nunca importaba. Debía levantarse, pero eso tampoco importaba, tenía hambre, pero  en rara ocasión eso... ¿Cuándo había comido por última vez?. La esquelética mujer no podía recordarlo.
Se reprendió asi misma.
Rebuscaría en el desmejorado huerto otra vez,  y miraría en los nidos de víbora, otra vez. Algo debía de haber.
Se vistió lenta y pausadamente. Un traje de protección militar que siempre llevaba puesto y todos los implementos que estaba acostumbrada a cargar encima.
Salió de su cueva al desierto brillante y una ráfaga de aire entró, levantando polvo y llenando el hambiente del tibio viento de la tarde.
¿Sería ya medio día?
Miró al cielo buscando las lunas para orientarse mejor.
Un suspiro largo llenó sus pulmones de aire, renovando momentáneamente sus ánimos.
Haría lo que tenía que hacer, olvidando su pesar, esa fuerza que le cargaba el cuerpo hacia el suelo, que la obligaba a mantenerse en cama. Olvidaría su desgano, la falta de ímpetu que no le permitía realizar ni las labores más básicas. Olvidaría aquella pequeña e impacible lápida en la cumbre de la colina siguiente, que la observaba a diario, juzgando, implorando que hiciera algo más con su vida, que sentía cada vez más vacía.
Suspiró otra vez.
Haría lo que tenía que hacer y ya.

Ocurrió durante el almuerzo. Una humilde mesa dispuesta para una persona, unos tubérculos cocidos y unos huevos de víbora fritos era el menú que cada vez se volvía más habitual las pocas veces que comía. Una estancia sencilla, sin lujos ni comodidades, un lugar penitente donde pasar los días.
Antes de siquiera probar bocado ocurrió.
Un sonido sacudió la tranquilidad del escondido lugar, Jetsëvr sintió una punzada de miedo mientras su corazón aceleraba su ritmo bombeando sangre y adrenalina por todo su cuerpo, y antes de darse cuenta, el golpe de una descomunal onda expansiva la había derribado al suelo.
Su único acto reflejo, primigenio y básico, fue proteger a su niña. Levantó su cabeza presa del pánico, buscando.
—¡Danaëv está muerta! —dijo para si misma mientras cubría su cabeza. Sus tímpanos casi estallan cuando segundos después de su caída, llegó una segunda onda que traía consigo el olor del infierno.
Los agónicos minutos siguientes se le hicieron eternos.
Cuando el polvo se asentó y ella se sintió algo más recuperada, se cubrió el cuerpo y salió de su escondite como una exhalación.
Subiría a la cima de una pequeña colina, desde allí podría ver mejor e identificar que había sido ese enorme estruendo.
Se escuchó desde lejos, desde allá en la ciudad, a la que iba por provisiones cuando en su refugio las cosas escaseaban y el desánimo se lo permitía.
Caminaba nerviosa, torpe, brusca. Moviendo los brazos como tratando de aferrarse al aire para poder avanzar un poco más rápido. Frenética.
Tenía un  mal presentimiento, algo muy terrible había ocurrido.
Llevaba algo más de tres años allí, en su cueva oculta en la falda de una montaña a la que nunca nadie iba. Estaba segura. A salvo.
Cuando logró llegar a la cima, no pudo dar crédito a lo que veían sus ojos. Se llevó la mano a la boca incrédula, asqueada.
El humo que provenía del horizonte teñía el cielo de un brillante color amarillo y naranja. El olor a quemado inundaba toda la zona diseminando su aroma por kilómetros a través del viento, se sentía omnipresente, opresivo y asfixiante. El picor de los ojos y garganta era prueba inequívoca de la catástrofe. La ciudad de Baahaab estaba destruida.
Cerca de ella, desde el cielo, un ruido la sacó momentáneamente de su estupor. Una pequeña nave, una lanzadera de un tripulante, iniciaba un descenso en su dirección.
Los brazos hidráulicos de la plataforma de desembarco comenzaron a bajar lentamente casi en el instante en que la nave tocó tierra.
Más polvo se levantaba en el lugar mientras la lanzadera finalizaba el aterrizaje con un leve siseo mientras sus motores se apagaban.
Bajó de la nave un hombre recio de hombros anchos, los nudos sobre su brazo indicaban un alto cargo, las medallas tintineantes en su pecho hacían gala de su basta experiencia, un rostro anguloso de mediana edad con una expresión dura, dotada de unos ojos negros aún más duros. De cabello negro pálido y canas en sus cienes. El general Godör Tebel'lack.
Frente a él, la joven Jetsëvr observaba el horizonte con horror.
—Obviamente tenía que ser usted, general —dijo la joven Jetsëvr, sin voltear.
—También me da gusto verte —dijo el recién llegado.
Dio unos pasos hasta quedarse a un par de metros de la joven.
La chica, de piel blanca y ojos negros, cabello largo y gris, una silueta más bien rala que se escondía en un gabán holgado, largo y recto de un desgastado color morado.
Frente a ella, donde hace unos instantes estaba la ciudad de Baahaab, volutas de humo negro y gris ascendían entre el fuego, el hierro retorcido y los escombros. Donde antes hubo una próspera ciudad, ahora solo había ruinas.
Baahaab, como un oasis en medio del desierto, se había alzado opulenta y orgullosa. Con una gran plaza central rodeada de jardines florales y exóticos árboles que invitaban a la gente a refugiarse en sus sombras para capear el calor. Un complejo barrio comercial al Este, lleno de coloridos locales en donde los vendedores ofrecían sus productos con carisma y encanto. Los aromas de las más diversas comidas teñían el aire de una agradable amalgama agridulce, entre azúcar y especias.
Al Norte, un imponente puerto donde los cruceros y cargueros pasaban largas horas entre contenedores y papeleos, el corazón de la ciudad que habría un puente con el exterior. Fragatas y naves menores dispuestas en las pistas esperando autorización para dejar el planeta. Aunque la estación del año no era la más favorable para viajes de placer, las exportaciones mantenían ocupados a gran parte del personal, que trabajaba como hormigas ensimismadas cada una en su labor.
Al Oeste el barrio teatral, una mezcla entre victoriano y moderno, lucía sus calles atestadas de transeúntes y grandes edificios de donde se colaba algún sonido estridente causado por algún concierto ordinario o alguna obra de estreno. En sus veredas los actores callejeros entretenían a los niños paseantes con ademanes y trucos baratos, tratando de intercambiar alguna esquiva sonrisa por alguna moneda.
Al Sur, miles y miles de casas, pequeñas propiedades todas iguales como si fueran fabricadas en serie, una junta a la otra para limitar las individualidades, diseñadas solo para albergar la gran cantidad de habitantes. Abarcaba desde la plaza central hasta el borde de la ciudad e incluso su exterior.
Calles atestadas de gente y vehículos de todos los colores posibles cubrían la ciudad como si fuera un mosaico. Una ciudad que bullía en actividades, trabajos y diversiones.
Todo devastado.
Los gritos de cientos de personas, presas del pánico y la agonía, reverberaban aún por los recovecos y escondrijos de las ruinas, llevados por el viento tibio de aquel desierto. Llegando a todos lados, abarcándolo todo, con aquel efluvio tan propio de la carne humana chamuscada y la sangre hirviendo.
En plena ciudad, un enorme cráter en el centro del acabose que rasgaba el suelo con múltiples grietas negras que se concentraban en un enorme agujero en el centro que descendía por más de cincuenta metros bajo tierra, donde el primer rayo había impactado, destruyendo todo en seis kilómetros a la redonda al instante. El segundo rayo acabó con lo que no pudiera el primero, aumentando el alcance del impacto haciendo que incluso las viviendas ubicadas en el borde exterior resultaran destruidas.
Se podían distinguir cientos de miles de cuerpos carbonizados entre aquel desastre, rastros (en las escasas paredes que aún permanecían en pie) de personas que se vieron alcanzadas por la honda expansiva del segundo rayo. 
A pesar de las advertencias que se hicieron por holotransmición de dejar el lugar, el tiempo no fue suficiente. El aviso se hizo demasiado tarde y no se pudo realizar una evacuación planetaria masiva.
Justo por encima de ella, cientos de kilómetros arriba de ella, la nave más grande que había parido el imperio de Riisskll aún retraía su enorme y humeante cañón de riel luego de ser usado.
De unos impresionantes 1575 metros de eslora, una capacidad de 20 mil almas, la más potente arma de toda la flota de Kell, la destructora de lunas, Zerstörung IV.

—Nos costó mucho trabajo encontrarte niña —dijo Tebel'lack.
—¿Cómo lo logró, general?
La voz de Jetsëvr iba cargada de odio.
—Ningún escondite es perfecto, pero fue muy hábil usar los anillos, son de ferricostra, lo que hace que el planeta sea casi indetectable frente a los scaners modernos. Y al parecer alguien muy hábil borró a éste planeta de nuestros registros. El universo es grande, pero no tanto. Interceptamos una comunicación tuya hace seis meses, no fue muy inteligente usar la red abierta, los satélites antiguos no se monitorean a menos que sepas qué y dónde buscar, así que solo ganaste tiempo. 
»Sabías que no podía dejarte escapar. No después de tu traición.
—No fue traición, fue solo... sentido común —repuso Jetsëvr.
—El Brillante Emperador no opina lo mismo.
—No me importa lo que opine ese...
—Ten mucho cuidado niña —la interrumpió el general—, es de mi Brillante Emperador de quien estás hablando.
—No hice nada malo, sólo me fui —dijo la joven, casi en un susurro.
—Hiciste que el Brillante Emperador se viera débil.
—¿Cómo? —Jetsëvr se volteó— ¿Cómo pude Yo hacer que el Emperador se viera débil?, no soy tan importante.
Jetsëvr comenzaba a alterarse.
—Es cosa de imagen niña, el Brillante Emperador no puede permitirse que tú, sobre todo tú te vuelvas una desertora, mucho menos una traidora.
—No soy nadie —dijo Jetsëvr mientras negaba con la cabeza.
—No debiste irte, niña —Tebel'lack dió un paso al frente.
—Aún así no tenían ningún derecho, general —bufó la joven.
—No debiste irte —insistió el general, mientras daba otro paso.
—No podía quedarme después de lo que hicieron.
—¿Hicieron? —Tebel'lack fingió sorpresa—. Tu misma escribiste el manifiesto de colonización, fuiste tú quien puso las bases de cómo debíamos actuar. Todo lo que hacíamos era obra tuya.
—Lo que pasó en Nërak no fue culpa mía, fueron ustedes, no fui yo, ¡Fue usted general! —Jetsëvr alzó la voz.
—Artículo 2, párrafo 3: todo planeta con potencial de explotación natural debe ser colonizado a la brevedad, si posee vida inteligente que suponga un peligro, ésta debe ser exterminada a fin de evitar futuras...
—Pero... ¿Los Naanianos? —interrumpió la joven—, eran acuáticos, tenían ciudades profundas, no se asomaban a la superficie, podíamos compartir ese mundo, no significaban ninguna amenaza.
—El consejo de calificación planetaria y el ministerio no lo determinó así, no según la tabla que tú misma elaboraste, se preveían disturbios en un futuro, no lo podíamos permitir. Solo seguíamos tu patrón. Además, ¿Porque con ellos sería diferente?, habíamos colonizado una veintena de planetas hasta tu repentino escape —dijo el general, con la voz calmada y firme de quién se sabe en lo correcto. Arrogante.
—Las necesidades pueden cambiar algunas perspectivas, general.
—¿Necesidades?, no te entiendo.
Jetsëvr guardó silencio un instante, reflexiva.
—Ellos podían ayudarla... —balbuceó la joven mientras una leve lágrima asomaba.
—¿Que?, ¿A quien?, ¿Ayudar a quien?
—A Danaëv, ¡A tu nieta, papá! —Jetsëvr gritó, los ojos muy abiertos, la furia en el rostro—, ellos pudieron ayudarla, ellos podían curarla y ustedes los exterminaron.
La joven dió un largo suspiro, tratando de serenarse. De componerse.
—¿Porqué nunca me dijiste?
—Sabía que no te importaba.
Se hizo el silencio entre ambos.
—De haberlo sabido nosotros habríamos actuado diferente —mintió el general.
—¿Desobedecer? —la sola idea le hizo una leve gracia a Jetsëvr—, ¿De verdad?
—El manifiesto...
—Ese es el problema con el manifiesto, no contempla ningún intercambio, es solo un manual de como devastar un planeta —dijo Jetsëvr—, cuando supe que los Naanianos podían ayudar a Danaëv me dirigí al planeta, en el camino traté de comunicarme con el brillante Emperador pero no quiso recibir mi llamada. Cuando hablé con su ayudante, con Kellek, éste me dijo que nunca harían cambiar el manifiesto, que era imposible, y que si insistía me tomarían por subversiva, y después por traidora. ¡A mí!, a quien había escrito el tormentoso manual.
Cuando yo los necesitaba —continuó furiosa— no quisieron ayudarme, cuando quería salvar a mi hija, no quisieron ayudarme, ¿Lo ves?, Ves como no soy tan importante. No podían darme una oportunidad, una extensión. Tiempo antes del exterminio. Nada. —La joven hizo una pausa para serenarse nuevamente, calmar su respiración—. No podía quedarme después de eso.
—¿Pero porqué nunca me dijiste? —insistió Tebel'lack.
—Nunca le importamos, ni yo ni mi bebé.
—Me importan —admitió el general, dándose cuenta por primera vez que era verdad.
—Entonces, ¿Porqué no me has preguntado que pasó con Danaëv?, ¿Que tenía?, ¿Cómo murió?, ¿Cuándo murió?
Otra vez se hizo presente el silencio.
—Yo... —Tebel'lack no sabía que decir, parecía confuso. Perdido.
Jetsëvr lo contempló un segundo, respiró y luego habló.
—Aguantó mucho más del tiempo que le habían dado, desde que llegamos aquí ya han pasado tres años. Luchó como una guerrera, murió hace seis meses.
—Lo siento.
—Usted no siente, usted solo sigue órdenes general, es lo único que le importan, sus benditas órdenes. Pero... ¿Porqué devastar la ciudad?
—Tenía que encontrarte, obligarte a salir. Me ordenaron llevarte. —respondió.
—Destruir Baahaab no era necesario —Sentenció Jetsëvr.
—Quizá no necesario —admitió Tebel'lack—, pero si apremiante.
Ambos guardaron silencio un largo rato.

El día transcurría rápido en el planeta. El cuarto y último en su sistema, T3FT 4, tenía la distancia precisa para mantener agua en estado líquido y la vida había surgido. El planeta había sido ocupado en el tiempo de las migraciones, hace siglos, cuando el sol del sistema terrestre hubo consumido Marte, el mismo planeta Tierra y llegado al asentamiento en Júpiter y sus lunas, impulsando a la humanidad restante en un desesperado viaje al espacio exterior desconocido.
El planeta poseía dos enormes anillos de ferricostra  que orbitaban a su alrededor.
Una extensión de millones de kilómetros de pequeñas rocas y polvo que cubrían el despejado cielo azul del planeta. La ferricostra, una amalgama de roca y hierro que generaba un campo electromagnético que volvía locos a los scaners basados en detección de masa. Cuatro pequeñas lunas del mismo material orbitaban su firmamento, como guardianas silenciosas, coronaban su pequeño sistema planetario. La zona de su ecuador era casi desértica pero conforme se acercaba a los polos, la vegetación se extendía en enormes bosques vírgenes, árboles que gracias al oxígeno extra y la falta de gravedad, podían llegar fácilmente a los 200 metros de alto. 
Su estrella, una brillante clase 3, de 30 masas solares llamada Shayan 729v, en ésta época del año apenas se asomaba por el horizonte, dando solo unas horas de luz y ahora se ocultaba rápidamente tras las montañas, al oeste, por detrás de las ruinas de Baahaab.
Haab, la primera luna, se volvía brillante y visible conforme el sol se iba ocultando. De un radiante color rubí se ubicaba sobre las cabezas de Jetsëvr y su padre.
Por el Este la pequeña Nan, la segunda luna, se alzaba brillante violeta y hermosa, tintando el humo que aún brotaba de los restos de Baahaab, de un tono dorado con rayos color ámbar.

—No fue idea mía —dijo Tebel'lack pensativo—, destruir ésta ciudad no fue idea mía. Fue idea del Brillante Emperador, un plan. Está allí arriba, en la destructora de lunas, esperando. Admirando su obra.
Aquel comentario fue algo que sorprendió a Jetsëvr, nunca había visto a su padre, el General Godör Tebel'lack sintiendo algo que muy lejano, muy en el fondo y de manera muy profunda, parecía muy similar a la culpa.
—Esperando ejecutarme, supongo —comentó Jetsëvr.
Tebel'lack parecía un poco nervioso. La idea de mostrarse un poco más "emocional" no era un terreno que le resultara cómodo, pero quería que la situación saliera bien. Había estropeado demasiadas cosas en su familia en los últimos años. Primero su mujer, cansada y aburrida de vivir en naves campaña, viajando de planeta en planeta, de conquista en conquista, de matanza en matanza, sin un lugar a cuál llamar hogar. Esa falta de raíz la llevó a tomar desiciones desafortunadas. Un buen día tomó un cóctel de pastillas y dió todo por terminado. Su último viaje fue en una cápsula féretro rumbo al sol más cercano, en un distrito desconocido y sin importancia. Sin ceremonias ni alegorías. Sin despedidas tristes y mucho menos honores militares.
Después estaba su hija quién no lo tomaba mejor. También padecía por la falta de hogar, la falta de tierra, de una raíz. Desde niña Jetsëvr siempre fue la conflictiva, siempre impulsiva y muy agresiva. A la única figura que reconocía como autoridad era a su padre y eso le trajo muchos problemas para terminar sus estudios regulares. Pasando de colegio en colegio, de academia en academia, de instituto en instituto. Cuando Tebel'lack fue elegido para comandar las fuerzas de colonización, fue la madre de Jetsëvr quien tuvo que educarla bajo la estricta supervisión de su padre.
Cuando la joven decidió involucrarse en el ejército y presentar su idea de una "estandarización", su padre se sintió, por primera vez, orgulloso.
Los rumores no tardaron en recorrer la flota. La joven problemática Jetsëvr, la hija del General Tebel'lack, tenía una idea que cambiaría para siempre la forma de evaluar y procesar un planeta para su colonización.
Desde luego que Jetsëvr era inteligente, incluso algo más que el promedio. Pero su actitud conflictiva no le había abierto muchas puertas ni mucho menos le habían proporcionado muchos amigos.
La idea era simple y Jetsëvr, en un inicio, se sorprendió que nunca a nadie se le hubiese ocurrido antes. El imperio, plagado de bárbaros, sólo invadían planeta tras planeta para después ver qué recursos podían ser valiosos. Jetsëvr revolucionaba el sistema con una serie de parámetros que había ideado luego de clasificar los planetas con recursos valiosos para una jerarquización en torno al costo beneficio. Era simple y elegante.

—Hice un trato con él, me prometió perdonar tu vida —dijo Tebel'lack con tono paternal—, pero no debes oponer resistencia. Por eso vine en persona.
—Viniste por mi, lo entiendo, pero ¿porque destruir la ciudad? —Jetsevër preguntó con genuina curiosidad.
Tebel'lack le sostuvo la mirada.
—Hay ciertos detalles que desconoces niña —dijo Tebel'lack, pensativo—, mientras estabas escondida en este agujero las cosas han cambiado mucho, el imperio no está en su mejor momento, el Brillante Emperador es cuestionado. Desde hace algunos años que las colonias nuevas están siendo influenciadas, las que están ubicadas en el borde exterior de la frontera presentan reticencia a obedecer, están tan alejadas del planeta capital que algunos creen que pueden organizarse y mantenerse fuera del control del Brillante Emperador. Menoscaba su autoridad, lo hace ver débil, blando. El ministerio ha estado presionando para obtener resultados y el Brillante Emperador se ha visto obligado a tomar cartas en el asunto. Hemos iniciado una campaña de persuasión con el propio Brillante Emperador a la cabeza. Los Nargü, los "anti imperio". Mal nacidos anarco primitivistas y sus ideas retrógradas sobre acabar con el imperio y volver a la diplomacia del pasado, han recorrido los planetas exteriores y sus colonias promoviendo esa tal "Democracia". Tras interceptar tu comunicación con ellos los rastreamos, pudimos ubicarlos a todos en su escondite, estaban justo aquí, en Baahaab.
» El Brillante Emperador acabó con un gran problema al venir por ti, pudo destruir a sus más ruidosos opositores mientras reafirma su confianza con el Ministerio y El Consejo de Calificación Planetaria, y con ésto manda un mensaje claro y evidente. La deserción, la subordinación y la traición no será tolerada. Y tiene consecuencias. Grandes consecuencias.
Ambos guardaron silencio una vez más.

Nan, la segunda luna, seguía tomando altura en el cielo, que lentamente se volvía más violeta, olvidando ya su dorado anterior. Pequeñas luces comenzaban a cubrir el firmamento. Haab estaba pronta a ocultarse y Sas, la tercera luna, se asomaba lenta en el horizonte.

—Les dije que era peligroso —empezó a decir Jetsëvr—, que no iba a funcionar. Les dije que destruyeran a la primera nave que se posara en órbita. Pero no quisieron escuchar. Querían chantajear al Brillante Emperador, obligarlo a dimitir. Les dije que su casta llevaba décadas en el poder, generaciones, que un emperador no dimite, que había que matarlo pero no quisieron escuchar.
» Sabían que si era yo quien estaba aquí, usted y su destructora de lunas vendrían. Yo era la carnada. Los Nargü no eran violentos, ruidosos si, pero no violentos.
Jetsëvr contempló una vez más la ciudad destruida.
»Entonces —continuó la joven—, una vez que se hicieran con usted, estarían en poder de negociar. Yo les dije que nadie era tan valioso para el Brillante Emperador, que no tenía sentido. No escucharon. Aún así ayudé. Ayudé con la preparación de los cañones.
Tebel'lack, que hasta el momento la miraba un poco divertido cambió su gesto de súbito.
—¿Qué fue lo que hiciste niña? —preguntó el general, con el ceño fruncido y una mirada de piedra.
—Nunca, ni en mis más disparatados sueños pensé que el mismísimo Brillante Emperador vendría en mi busca. Eso lo vuelve todo irónicamente fácil.
—¿¡Qué hiciste!? —el general dio un paso al frente.
Jetsëvr sabía que el Emperador debía morir, no sólo por haber sido un gobernante déspota, caprichoso y despreocupado, sino porque la gente merecía algo mejor. No sabía muy bien qué, pero en su interior sabía que aquel hombre nacido en cuna de oro, con privilegios sin méritos y totalmente inmoral, no debía estar a la cabeza de un imperio. Que su familia se mantuviera por tanto tiempo por encima de los demás despertaba un asco y repulsión desmedidos en la joven. Heredando riquezas, una mejor posición social, un respeto impuesto y poder desmedido sólo por haber nacido en la familia correcta. Todo aquello era horroroso.
Obviamente estaba lo de Danaëv.
El emperador le había arrebatado la única esperanza que tenía de ver crecer a su hija. Sin siquiera brindarle una audiencia, sin escuchar una palabra. Sin malgastar el precioso tiempo de aquel tan divino ser. Solo eso era motivo suficiente para matarlo. Quitar de encima de la gente a aquel dictador era un premio extra que se llevaba por su paciencia.
Con todo dispuesto Jetsëvr al fin podía entregarse a su torbellino de emociones. Ya no más controlar su respiración, ya no más permanecer calmada. Odio y furia desatada.
Con un veloz movimiento Jetsëvr sacó un arma que llevaba oculta bajo el gabán. 
Su figura delgada y huesuda lucía amenazadora, bajo el gabán llevaba un traje completo que la cubría desde el cuello hasta los pies, ceñido, de negro profundo, muy ligero, muy flexible pero casi impenetrable. Su cabello gris se elevó con el movimiento, una mirada asesina se clavó en los ojos de su padre.
Era la muerte encarnada que en lugar de portar una oz, blandía una brillante arma de iones.
El arma no era ajena al general Tebel'lack, él la conocía. Había sido su regalo de graduación cuando, con apenas 16 años, había acabado la escuela de oficiales con honores máximos. Era símbolo de su superioridad, de su estirpe, señal de orgullo. Cuando había contraído matrimonio con la madre de Jetsëvr, el general se la había obsequiado, como una forma de que ella sintiera propias sus victorias. Pero no fue así, Paatty nunca se sintió parte de ese legado, de esa vida. Cuando Jetsëvr hubo cumplido nueve años, ésta se la regaló para incluir a la niña en el legado, al menos eso fue lo que dijo a su esposo pero secretamente solo quería deshacerse de aquel tan aberrante y sobre valorado objeto. Realmente se sentía asqueada de todas aquellas demostraciones de poder y sentía un profundo arrepentimiento por haber contraído nupcias con un militar.
Jetsëvr podía darse cuenta de aquello, lo que no mejoró la relación que tenía con el general. El quiebre total llegó con el suicidio de su madre, de quien realmente no sentía un gran amor, solo un considerable aprecio impuesto, al ser la persona con quién más había compartido a lo largo de su vida.
No fue hasta la llegada de Danaëv, su hija, donde la  joven Jetsëvr al fin conoció el amor incondicional y verdadero.

—¡¿Qué crees que estás haciendo!? —preguntó furibundo el general.
Jetsëvr alzó la cabeza, al cielo, sin dejar de apuntar a su padre.
Tebel'lack la imitó.
Entonces él lo entendió. Una punzada de miedo se le clavó en la espina, erizando los vellos de su nuca.
Sobre ellos la destructora de lunas con el Brillante Emperador en su interior. Sobre la nave, miles de kilómetros fuera de la atmósfera, Nan la segunda luna. A su izquierda Haab, la primera y en el horizonte a su derecha, Sas, la tercera luna.
Una triangulación perfecta.
"Ayudé con la preparación de los cañones" había dicho su hija. Las lunas son de ferricostra, unos cañones dispuestos en su superficie no serían detectados. Todo aquello era una trampa. ¿Cómo?, ¿Cómo era posible?.
—¡Te exijo que...
Un as de luz interrumpió al general. 
El sonido de una pierna estallando y el olor a carne quemada siguió a aquel destello. 
El general yacía en el suelo, manteniendo lo poco de dignidad que pudo reunir en aquella bochornosa posición. Los ojos inyectados, el rostro sucio, cubierto de polvo, sangrante y dolorido.
Jetsëvr saltó sobre él, lo sujetó con fuerza con su mano izquierda mientras con su mano derecha, lo golpeaba con la culata del arma en la cabeza.
Una. Dos. Tres. Cuatro. Cinco veces.
—¡¿Exigir?! —bramó Jetsëvr—, ¡¿Tu te crees que estás en posición de hacer exigencias?!
El mundo del general dió un vuelco. Yacía en el piso confuso. La nariz rota, un corte en la coronilla lanzaba borbotones de sangre espesa como el cirope. Con esfuerzo pudo realizar una pregunta.
—¿Porqué?..., ¿Acaso los Nargü te convencieron? —preguntó el dolorido Tebel'lack.
Jetsëvr lo soltó de golpe, arrojándolo al suelo.
—No me interesa su causa, ni sus ideas ni su pomposa democracia. Ésto es venganza. Por mi niña, por Danaëv —respondió Jetsëvr en un tono seco—. Tardamos años de duro trabajo para perforar las lunas, mientras ellos hablaban con las colonias e intentaban desestabilizar al imperio yo preparaba la instalación de los cañones. La destructora de lunas puede aguantar un rayo de un cañón de riel de alcance medio. Pero no tres disparados de tres direcciones diferentes.
La joven hizo una pausa.
—Nunca pensamos en que la ciudad sería destruida —agregó—, pero eso lo hace todo más fácil. Si decidíamos atacar, la explosión de la nave habría afectado la ciudad. Por eso los Nargü habían pensado en no disparar, solo tomar prisioneros y ejercer un chantaje.
»Pero ustedes lo hicieron todo más fácil. Ya no hay una ciudad que cuidar, ni unos inocentes que proteger.
Jetsëvr dejó caer un aparato, una pequeña holopantalla que estalló al golpear el suelo, soltando cristales por todos lados.
—Cuando al fin la construcción estuvo terminada —continuó Jetsëvr—, dudaba si ejecutar el plan, pero Danaëv, mi niña, murió y mi enojo volvió. Todo empezó hace seis meses con aquella trasmisión interceptada. Es fácil poner un anzuelo si sabes dónde lo van a buscar.
»Y obviamente su soberbia y arrogancia les impidió ver más allá de sus narices.
—Puedes detenerlo, puedes ser mejor de lo que fuimos nosotros —dijo el general.
La voz de Tebel'lack parecía temblar, agotado, asustado, confuso y sorprendido. Estaba derrotado.
Jetsëvr bajó la mirada para ver a su padre. ¿Acaso siempre se había visto tan anciano?, ¿Siempre había sido tan pequeño?, ¿Tan acabado?.
Del hombre alto y recio ya no quedaba nada, de sus cenizas emergía un viejo, un enredo de hombre tintado de sangre y tierra, un manojo de piel y huesos que su rostro ajado imploraba piedad, pero Jetsëvr había sido criada por un hombre severo. Implacable.

Justo en ese momento una presión se sintió desde el cielo, destellos brillantes al rededor de la destructora de lunas, ráfagas de aire bajaron con fuerza, como si hubiera un aumento repentino en la gravedad. En el cielo, la nave era atacada por tres frentes simultáneos y, como la cáscara rota de un huevo, el escudo de la Destructora comenzaba a ceder por los extremos donde los disparos habían impactado.
Antes de que las pequeñas lanzaderas y naves de salvamento pudieran iniciar su despliegue, el rayo proveniente de Nan, en lo más alto, atravesó por completo la nave como un pez  siendo cercenado a la mitad con un enorme cuchillo. La nave comenzó a plegarse sobre si misma, cuando ocurrió la primera explosión.
Comenzó a caer como una enorme roca, perdiendo estabilidad y girando sobre su izquierda. En ese momento el segundo rayo rompió el ya desgastado escudo propinándole un golpe certero en todo el costado. Hubo una segunda gran explosión.
Esquirlas de metal y partes humanas volaban por los aires en pequeñas explosiones de fuego azul provenientes de las naves de salvamento, que no fueron desplegadas a tiempo, restos sanguinolentos teñían de rojo el cielo incendiado, como macabros fuegos artificiales.
El tercer rayo le dió la estocada mortal, diseccionando la nave en millones de partes más pequeñas. Como hojas de un roble en otoño, el casco y el fuselaje de la nave caía constante al suelo, decenas de explosiones pulverizaban a aquel Titán de metal reduciendo su prestigio a solo brazas incandescentes a merced del viento en solo segundos.
Hubo una tercera gran explosión.

—Y ahora general —Jetsëvr apuntó a su padre con su antigua arma—, hora de afrontar consecuencias.
Tebel'lack vió el frío casi metálico en los ojos asesinos de su hija.
¿Cómo pudo ésto haber acabado así?.
Nunca había disfrutado de aquella niña dulce que era al principio, cuando apenas era un bebé. Nunca tuvo mayores muestras de cariño salvo por aquel enfermizo orgullo militar.
Pensó que quizá habría alguna forma de salir de esto, no solo para salvar su propia vida sino para remendar en algo el daño que le había causado a su hija.  A quien debía de haber cuidado.
Pensó en su fallecida esposa. En como su primer pensamiento al saber de su muerte no fue la tristeza, sino la decepción. No lloró por la muerte de Paatty, fue más un incordio, una complicación. No una pérdida emocional.
Otra cosa de que arrepentirse.
Una más a la lista.
Pensó en hablar con ella, quizá hubiera algo que pudiera decir, algo que quizá despertara en su hija algún instinto familiar arraigado en algún lugar. Quizá aún podía albergar pensamientos buenos hacia él, aunque no los mereciera.
¿Valía la pena siquiera intentar?, ¿Socavar la victoria de su hija?.
No sabía si sentirse orgulloso del plan de Jetsëvr y su ejecución, del trabajo de años que acababa en una victoria perfecta. El premio a la paciencia, la estrategia y la perseverancia. Estaba acabando con cuatro siglos de tradición imperial prácticamente ella sola. Si. Estaba orgulloso.
La boca oscura del cañón seguía frente a él, esperando.
No suplicaría por su vida. No.
Pero tenía algo que decir. ¿Disculpas quizá?, Acaso ¿No sería muy tarde?
Cómo saberlo sin intentarlo. Aferrándose a la remota posibilidad que se le presentaba decidió actuar. Sería su último recurso. Su última oportunidad de enmendar los años de ausencia y misantropía familiar.
—Hija, yo...
Antes de escuchar una palabra más, la joven acabó con la vida de su padre.
Un as de luz, un sonido, un olor, un último aliento.
Fue así, rápido, simple, intrascendente.
Jetsëvr actuó como siempre él quiso que ella fuera, correcta. Implacable.
Un cuerpo sin vida tirado en el suelo.
Una simple ejecución.
Sin ceremonias ni alegorías.
Sin despedidas tristes y mucho menos honores militares. 
Sin remordimientos. Después de todo Jetsëvr era hija de su padre.
La explosión final de la nave fue una luz cegadora en el cielo.
A Jetsëvr no le importaba ya su vida, había dejado de importarle desde que su hija había muerto. Antes estaba ella, el plan y la venganza. Ahora todo estaba resuelto y sin su bebé, su vida, su existencia ya no tenía propósito.
Estaba en paz.
Se dejó llevar por aquella oscuridad iluminada, aquella muerte con forma de luz.
Cuando el fuego y la destrucción alcanzaran los motores de la nave, todo acabaría en un enorme destello
Aquella explosión producida por las galeras propulsoras, el convertidor e impulsor de materia oscura y los reactores de los cañones de riel de la nave, abarcaría todo. Y todo lo que la luz tocara sería destruido. Era inevitable.

Su vida, la de Jetsëvr, sería la última que aquella bestial arma se llevase. Víctima y verdugo, verdugo y víctima, compartirían el mismo destino, entrarían juntos en la eterna noche.









lunes, 5 de septiembre de 2022

Clara

Clara dormía profundamente, tanto como media botella de tequila lo podía permitir.
La sábana apenas podía cubrir la mitad de su cuerpo desnudo. Inclinada hacia la derecha, las manos juntas y los ojos cerrados, dotaba la escena de un aire como eclesiástico, como una virgen rezando o algo por el estilo.
Uno de sus senos asomaba de forma cautivadora, sus cabellos rojizos se deslizaban hasta posarse sobre sus hombros y la espalda. La pierna derecha, levemente ladeada por sobre la otra, cubriendo su sexo de la vista, insinuando su lozana cadera, sus turgentes muslos y la redondez de sus nalgas.
Él, de pie junto a la cama, desnudo como ella, la devoraba con la mirada. Debía de actuar rápido y en silencio, ella no debía despertar y así arruinar la sorpresa. La recorrió con la vista una vez más, su pene empezó a hincharse y a ponerse erecto. Refrenó el deseo de tocarla, de sentir su piel, su calor. Debía esperar.
Con agilidad felina se dirigió a la cómoda y empezó a buscar alguna botella que guardara algún lubricante, o algún similar que pudiera servir. Levantó algunas botellas y las asomó a la poca luz que entraba por la ventana semi abierta, la botella de la tapa azul debía bastar. El tiempo se agotaba y el hombre decidió arriesgarse.
Muy lentamente apoyó el peso de su cuerpo en el borde de la cama, se inclinó levemente hacia adelante y extendió su brazo izquierdo junto a la cabeza de ella. Buscaba su cuello. O su boca. Aún no había decidido.
Con la otra mano y en un total equilibrio, retiró la sábana que la cubría, dejando su cuerpo al descubierto. Vertió el contenido de aquel bálsamo de tapa azul. Ella sintió una leve incomodidad pero el tibio líquido no fue suficiente para despertarla. Aún.
Cuando se preparaba para introducir su pene, el sonido de la chapa de la puerta lo alertó. Se suponía que no debía de haber nadie en las habitaciones, las clases habían terminado y solamente algunas alumnas no habían viajado a ver a sus familias por las fiestas, Clara era una de ellas, se había asegurado de ello, y era la única en este piso. No le dio tiempo a reaccionar.
El grito de la recién llegada despertó a Clara de súbito.
Al abrir sus ojos vio un rostro extraño y a la vez familiar. 
Tardó unos segundos en comprender que sucedía. Miró a su amiga, quien seguía atónita en la puerta, miró a Don Jaime, quien yacía desnudo y sobre ella, con su pene hinchado a escasos milímetros de su vagina.
Ambas miradas se cruzaron, ambos corazones se aceleraron pero por razones muy distintas. Ella le sostuvo la mirada unos segundos hasta que por fin lo entendió.
Su semblante poco a poco se fue ensombreciendo, sus ojos parecían hundirse en su rostro ahora pálido.
Él, al ver los ojos de terror en la chica sintió aún más excitación, tan incontrolable que al instante le eyaculó encima.
Ella presa del miedo y el asco no reaccionó.
Él, excitado y extasiado de placer tampoco.
Fue la amiga quien de un golpe derribó al intruso con unos libros de matemáticas que encontró en el mueble cerca de la puerta.
Clara comenzó a gritar.
El intruso se levantó del suelo mientras se tocaba la cabeza.
Giró su cuerpo hacia a la ventana y saltó al exterior.
En el pánico del momento, aquel perturbado hombre olvidó que se encontraba en un cuarto piso y que había entrado por la puerta con su llave de conserje. Aveces olvidaba cosas; como que era un viejo pervertido, no un joven estudiante, olvidaba que aquellas chicas eran mucho menores que él, y que no estaban interesadas. También olvidaba las advertencias del rector sobre "molestar" a las estudiantes. Verlas caminar por el campus, tan joviales, tan ligeras, tan llenas de vida lo hacían sentir joven otra vez. Quería ser joven otra vez.
La caída fue rápida.
Un segundo estaba en el aire y al siguiente estaba estampado contra el concreto, con su cráneo reventado liberando borbotones de sangre ennegrecida por la oscuridad.
Clara pasó el siguiente semestre con su familia, el rector le concedió una beca completa para cuando estuviera lista a volver luego de presenciar el suicidio del conserje.
La amiga no contó con tanta suerte. Al siguiente fin de semana un estudiante borracho no la vio al girar en una  esquina y la arrastró por tres calles. 
La universidad nunca recibió alguna denuncia, las chicas preferían callar y continuar sus estudios antes de enfrentar el escrutinio público.
De aquel hombre nunca más se volvió a hablar, pero la deserción bajó el siguiente año, y el siguiente, y el que le siguió a ese.