lunes, 28 de julio de 2025

Perfidia

Álvaro había vuelto a olvidar tomar su medicamento. Tenía muy asociado hacerlo junto con el café de la mañana, pero como se había acabado hace dos días, lo olvidó.
Recién lo recordó cuando le entregaron el vaso en el Starbucks, de camino al trabajo.
No estaba lejos de su casa, y era mejor volver ahora. Cuando no tomaba sus pastillas, se sentía algo extraño: con una leve presión en el pecho, nervioso por momentos. Dos días sin su medicamento era su límite.

Mientras esperaba la luz verde, creó un recordatorio en el asistente: comprar café. Presionó un botón y el mensaje se envió a las anotaciones que compartía con su esposa, Patricia.
Ella, que el día anterior había salido todo el día con sus amigas, también lo había olvidado. Con ese recordatorio bastará, pensó.

Patricia debía estar dormida. Se levantaba tarde, ya que solo se ocupaba del hogar y tenía tiempo de sobra. El departamento no era grande y no tenían hijos.
Habían realizado los trámites de postulación para tenerlos, pero no fueron seleccionados. Era el destino el que parecía querer que ese matrimonio no tuviera descendencia. A pesar de ello, siguieron juntos.

Tomó la curva con cuidado y se dirigió directamente hacia la torre 3. Era un barrio sencillo, modesto; lo que su salario de policía le permitía pagar.
Las áreas verdes eran más bien escasas; los juegos infantiles, algo oxidados, estaban rodeados de negocios y almacenes donde se podía encontrar desde comida hasta productos de tecnología, pasando por ropa y licores.

Álvaro entró en silencio. La cerradura electrónica se abrió sin emitir sonido cuando apoyó su pulgar sobre la placa metálica.
Entró despacio, mientras intentaba recordar dónde había dejado sus pastillas. Rogó a los dioses que esta vez no las hubiera dejado en su mesa de noche.
Revisó la cocina, el living, el comedor e incluso el baño. Nada.

Resignado a su mala suerte, se dirigió al dormitorio.
Debía ser ágil, rápido y sutil como un gato; ya había perdido suficiente tiempo, y no era la idea llegar otra vez tarde.
Al llegar a la puerta, escuchó la voz de Patricia. Estaba despierta y grabando un video. Un saludo, al parecer.
Vestía un camisón de gasa blanco, semitransparente, con tiras finas y detalles bordados. Había sido un autoregalo que ella se hizo para un aniversario. Álvaro no podía recordar si fue el décimo o el undécimo.
Tenía el pelo suelto, más bien desordenado de una forma sexy.
Patricia, a pesar de ser una mujer normal, tenía una belleza propia, un aire de actriz que resaltaba sus rasgos. Sostenía el teléfono frente a su cara mientras decía un saludo con una voz entre ingenua y juguetona.

—Te extraño. Ya quiero que estés aquí. Cuídate mucho. Te amo.

Álvaro sintió una leve cosquilla en el bajo vientre. Una ternura agradable y algo de deseo también.
Rápidamente sacó su teléfono para que, cuando llegara el video, el sonido de la notificación no alertara a Patricia de que él estaba allí. Pulsó el botón del volumen y abrió la aplicación de mensajería.
Se quedó mirando la pantalla, esperando que llegara el mensaje. Y esperó... y esperó...


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David estaba llegando a la torre 3.
Cuando, al dar la curva, vio la patrulla que estaba frente al edificio, aceleró hasta llegar y bajó apresurado.
Dos oficiales esperaban fuera del auto policial, decidiendo si debían entrar; ambos demasiado cobardes como para ingresar y comenzar a revisar un edificio piso por piso, buscando a algún pistolero.

—¿Qué hace usted aquí? —preguntó el primer oficial al recién llegado.
—Teniente David Navarra —dijo—¿Qué pasó?
—Reporte de unos disparos, hace unos diez minutos, según los vecinos —contestó el segundo oficial.
—En esta torre vive Álvaro Retamal, el teniente.

Ambos oficiales cruzaron miradas.
—Lo conocemos —dijo uno.

David sacó su teléfono, buscó el número de su amigo, presionó el botón y esperó mientras sonaba el tono de llamada.

Justo en ese momento, el teniente Álvaro Retamal salía por el umbral del edificio.
Era alto, de piel color canela, cabello corto estilo militar, hombros anchos, manos grandes.
Caminaba desorientado, lucía perturbado, con los ojos idos y la cara cubierta de sangre.

Los dos oficiales, al verlo, instintivamente sacaron sus armas —unas Glock 19— y apuntaron al teniente Retamal.

David saltó exaltado para imponer calma.
—¡Oigan! ¡Oigan! Es Álvaro, tranquilos —dijo mientras llevaba su mano derecha hacia su arma y mantenía la izquierda en alto, para que no hicieran nada.

Los oficiales bajaron sus armas, algo más calmados.
—Ella... —balbuceó Retamal.

Los tres se giraron. Miraron a Retamal a la cara, luego a su mano derecha: tenía su arma.
Los dos oficiales y el teniente David Navarra apuntaron a Retamal.

—Álvaro, amigo... ¿dónde está Patricia? Se oyeron disparos. ¿Dónde está ella?
—Ella... tenía una aventura —dijo al fin Álvaro.
—Oye, está bien, tranquilo —dijo David—. ¿Dónde está Patricia? —agregó.
—Teniente, ponga el arma en el suelo —dijo un oficial.
—Momento, chicos, tranquilos... —David sentía la tensión en el aire.
—¡El arma al suelo! —gritó el segundo oficial.
—Ella... —Álvaro dio un paso, y por un segundo pareció levantar su arma.

Los oficiales alzaron sus pistolas.
—¡Teniente! ¡Ponga el arma en el suelo!
—¡Al suelo ya mismo! —gritó el otro.
—Álvaro, suelta esa arma ahora.

El teniente Álvaro Retamal estaba ido. Los oídos le zumbaban, y el sonido le llegaba como si atravesara una burbuja de agua. Solo distinguía balbuceos, borrones deformes de blanco, negro y gris.
El corazón le latía tan fuerte que podía sentir las palpitaciones en sus sienes.
Tenía en su cabeza el rostro de Patricia.

—¿A quién le enviaste ese video? —había preguntado Álvaro.
—¿Qué haces aquí? —Patricia estaba en shock.
—Patricia... ¿a quién le enviaste ese video? —insistió él.
—No sé de qué...

Con un movimiento rápido, él le arrebató el aparato de las manos. Ella intentó recuperarlo, y luego de un forcejeo, Álvaro la empujó a la cama.
Mientras buscaba en los mensajes, vio que el destinatario no tenía foto, ni nombre, ni alias. Solo una serie de números que no podía reconocer.
Se fijó en uno de los últimos mensajes: la pasé muy bien ayer.
¿Ayer? —pensó—. ¿De quién es este número? —gritó.
—Amor, yo...

Presionó el botón de llamada y esperó con el teléfono pegado a la oreja.
Nada.

Álvaro apretó fuerte con las manos el teléfono de Patricia y lo estrelló contra el muro, preso de la rabia.
El aparato se rompió en mil pedazos, diseminando circuitos y esquirlas de vidrio por todo el lugar.

—No me tomes por tonto, Patricia. No se te ocurra...

Álvaro levantó el puño, apretando con tanta fuerza que los nudillos se le habían puesto blancos.

—¿No era para mí? Ya me di cuenta. ¿Para quién era? ¿Me estás engañando?
—¿Cuánto más crees que esto iba a durar, ah? Casi no hablamos, no salimos, no hacemos nada. Ya ni me tocas. Ni siquiera calificamos para que nos dejaran tener hijos. ¿Cuánto más creíste que esto iba a durar, ah?

Pero la verdad es que Álvaro no lo había pensado. Él creía que la relación estaba bien. No como en los años más felices o más fogosos, pero bien.
Nunca había considerado que Patricia pudiera estar sufriendo en silencio. ¿Se podía ser tan ciego? ¿Estar con alguien a quien uno mismo había llevado al abismo sin notarlo? No... no podía ser solo su culpa. O no toda, al menos.

—¿Pero engañarme? —preguntó él.
—Una hace lo que tiene que hacer para estar bien —respondió ella.
—Uno hace lo que tiene que hacer para estar bien —repitió él.

—¡Teniente! ¡Última advertencia! ¡Baje esa arma!
—Álvaro, por favor... deja ya todo este escándalo. Baja esa arma.
—¡El arma al suelo ya! —dijo el otro.

Fue durante menos de un segundo.
El teniente Retamal levantó su pistola, sin ánimo de herir a nadie.
David nunca supo quién hizo el primer disparo. Solo sintió cómo, por instinto, él también apretaba el gatillo.

Cuando al fin pudo entender lo que había pasado, vio a su amigo tirado en el suelo.
La sangre salía a borbotones, espesa como sirope, tibia como el sol de la mañana.
Pudo ver en sus ojos cómo la vida se le escapaba. Todo lo que lo hacía especial, único, abandonaba su cuerpo para dejar solo una carne ajada y sanguinolenta.

Corrió hasta la puerta del departamento mientras los oficiales pedían una ambulancia, por muy inútil que pareciera.
Uno a uno, los vecinos curiosos asomaban la cabeza para tratar de entender qué había sucedido, con quién y quizá por qué.
David tuvo que empujar a algunos cuando llegó al departamento. Estos, al verlo, se quitaron rápido de la entrada.

David recorrió todo hasta llegar al dormitorio.
Ahí estaba Patricia, con media cabeza destrozada y trozos de cerebro salpicando el muro.

Luego de volver a la central y llenar el informe, David pasó a hablar con su jefe. Este le dio ánimos, por muy inútiles que resultaran. Le dio permiso por unos días, pero antes debía pasar por la psicóloga.

Mia era una chica joven de gran corazón. Tenía unos kilos de más, pero lo disimulaba con ropa de diseños que acentuaban su figura.
En la universidad se había especializado en atender policías tras tiroteos, pero nunca, en su corta carrera, le había tocado un caso en que un policía hubiera disparado a otro. Y menos con resultado de muerte. Tendría tres esa tarde.
Para David fue un mero trámite.
Contó sobre su relación con Álvaro, la amistad que mantenían desde hace años, las vacaciones, las navidades, y cómo era prácticamente un hermano para él.
A pesar de eso, se mostró estoico. Una parte de él había bloqueado las emociones porque tenía muchas cosas que hacer. Y otra parte solo quería dejar de hablar, estar en la paz del silencio.
David aseguró estar bien y salió del trabajo.

No quería conducir. No sentía que fuera capaz de tomar el control de algo en ese momento.
Caminó lento hasta la entrada del subterráneo.
La monotonía del viaje, las caras apagadas de los viajeros sumidos en sus pantallas, lo reconfortó. Nadie estaba pendiente de él. El vaivén del tren eléctrico arrulló su cuerpo cansado. Se sintió bien. Adormilado.

David pulsó el pulgar en la placa metálica, entró a su departamento y se derrumbó en el sillón.
El lugar no era gran cosa. Un espacio básico, sin excentricidades, colores aburridos y una decoración descafeinada.
Se inclinó hacia atrás y, luego de unos segundos y un suspiro, se levantó y fue por un trago.
Se lo sirvió doble, porque la situación lo ameritaba.
Volvió al sillón. Encendió el televisor y miró al techo. La luz intermitente del aparato lo hipnotizó unos minutos.
Apuró el contenido del vaso y se levantó para servirse otro.

Aún todo lo ocurrido en la mañana le parecía inverosímil.
Era un acontecimiento tan ajeno que le costaba asumir que había sido su amigo, su amigo Álvaro... y Patricia.
David dejó de perder el tiempo, y fue hasta su dormitorio. Bajo la almohada, escondido, tenía un segundo teléfono.
Lo sostuvo con calma unos segundos, como dudando.
Lo desbloqueó con un patrón muy rebuscado y revisó las notificaciones.
Tenía una llamada perdida y un mensaje.

Abrió la aplicación y presionó el botón de play.

—Te extraño. Ya quiero que estés aquí. Cuídate mucho. Te amo.

David se derrumbó en el suelo y comenzó a llorar.

jueves, 24 de julio de 2025

Vacío nocturno

—Sé que la tengo en alguna parte —dijo Romina mientras vaciaba su bolso sobre la mesa.

El extraño bolso desafiaba la realidad y la existencia misma, pues resultaba físicamente imposible que un simple trozo de cuero pudiera cargar con tantas cosas a la vez.

Los múltiples objetos tintinearon al rebotar contra el cristal de la mesa, las botellas de cerveza y los vasos a medio beber: un manojo de llaves de distintas formas y colores. Como nunca recordaba para qué servían las más antiguas, prefería cargar con todas (por si acaso), y de la docena que llevaba, solo usaba dos; un par de labiales gastados que ya no servían para nada, pero que mantenía por si algún día sentía ánimo de comprar otro y no quería equivocarse de color, ya que era incapaz de recordar el nombre o número exacto; una billetera vieja que la transportaba a tiempos mejores, más estables, un regalo que le hizo su padre alguna vez, antes de aquello...; un estuche con lápices que a veces se negaban rotundamente a escribir; una libreta pequeña, de encuadernado sencillo, donde anotaba cosas que no debía olvidar (si tan solo no olvidara revisarla de vez en cuando); uno de esos portafotos magnéticos con un horrible diseño de colores chillones y formas indescriptibles, con apenas tres fotos de sus sobrinos cuando eran muy pequeños. Los mellizos ya casi tenían nueve años, pero Romina nunca había actualizado el contenido; una tableta de analgésicos, una de antiácidos, otra más de analgésicos, una de antidepresivos, y otra más de analgésicos; un pequeño frasco con unas píldoras milagrosas que supuestamente transformaban la grasa en... algo. Aire, al parecer; elásticos; un destapador; unos tampones que, por el roce con los demás objetos, ya estaban inservibles; y un largo etcétera.

De todo, menos su tarjeta de débito.

La joven garzona esperaba junto a la mesa: alta para su edad, delgada, con un peinado sencillo, un impecable delantal ceñido y el peso del cuerpo recargado sobre uno de sus pies, cada vez más impaciente. Su rostro era rígido, serio, inexpresivo. Un leve golpeteo ansioso del lápiz contra la comanda intentaba apresurar el proceso.

Romina conocía a la joven trabajadora. No recordaba su nombre —era muy mala para los nombres—, pero estaba casi segura de que alguna vez las habían presentado.

Una de las dos amigas que la acompañaban salió al paso.

—¿Es necesario pagar ahora, antes de terminar? —preguntó Andrea, sentada a la izquierda de Romina.

—Sí —respondió la joven.

—Cóbrate —dijo Ana, sentada a su derecha, mientras extendía la mano y le pasaba unos billetes.

—Gracias —respondió la joven en un tono seco. Dio media vuelta y se internó en el local.

Un leve silencio incómodo se hizo presente el tiempo justo para que Romina lo notara. Miró a su alrededor y no pudo evitar sentir un vacío en su interior. En el pecho. Muy dentro, muy profundo, pero muy notorio. Le pasaba siempre que se detenía a pensar, cuando dejaba de hablar, cuando dejaba de reír, de recibir estímulos.

Estaba afuera. Había decidido salir, y sus amigas —inseparables y perfectas— habían decidido acompañarla.

La flanqueaban como verdaderas guardaespaldas, una a cada lado, protegiéndola del exterior. Romina sabía que aquello era un poco exagerado, pero nunca renegaría de un poco de afecto de sus mejores amigas. Se sentía bien. Tibio, hogareño, cariñoso. Aquello no podía estar mal.

¿Pero y el vacío?